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| El Papa Francisco en Estrasburgo, Parlamento Europeo, Unión Europea (C) Vatican Media |
Estas palabras están incluidas en la carta que el Santo Padre firmó en
el Vaticano, el pasado 22 de octubre de 2020, memoria de san
Juan Pablo II, dirigida al cardenal secretario de Estado Pietro Parolin con
ocasión del 40º aniversario de la Comisión de los Episcopados de la
Unión Europea (COMECE), el 50º aniversario de las relaciones diplomáticas
entre la Santa Sede y la Unión Europea y el 50º aniversario de la presencia de
la Santa Sede como Observador Permanente ante el Consejo de Europa.
En coincidencia con estos aniversarios, se había programado, del 28 al
30 de octubre de 2020, una visita del cardenal Parolin a Bruselas, cancelada a
causa del empeoramiento de la emergencia sanitaria por la COVID-19.
Colaboración entre Europa y la Santa Sede
Francisco comienza su carta señalando que hace cincuenta años se
concretó la colaboración entre la Santa Sede y las Instituciones europeas
surgidas después de la Segunda Guerra Mundial, mediante el establecimiento de
las relaciones diplomáticas con las entonces llamadas Comunidades Europeas y la
presencia de la Santa Sede como observador ante el Consejo de Europa.
En 1980, recuerda el Papa, se creó la Comisión de los Episcopados de
las Comunidades Europeas (COMECE), en la que participan con un delegado propio
todas las Conferencias Episcopales de los Estados Miembros de la Unión Europea,
con el objetivo de favorecer “una colaboración más estrecha entre dichos
Episcopados, en orden a las cuestiones pastorales relacionadas con el
desarrollo de las competencias y de las actividades de la Unión”.
Asimismo, este año se celebró el 70º aniversario de la Declaración
Schuman, “un acontecimiento de gran importancia que ha inspirado el largo
camino de integración del continente, haciendo posible que se superen las
hostilidades producidas a causa de los dos conflictos mundiales”.
El futuro de Europa
Después, el Pontífice comparte algunas reflexiones sobre el futuro del
continente, “que me es particularmente querido, no solo por los orígenes
familiares, sino también por el rol central que este ha tenido y pienso que
todavía debe tener —si bien con tonos diversos— en la historia de la
humanidad”.
Este rol de Europa “se vuelve todavía más relevante en el contexto de
pandemia que estamos atravesando”, pues, de hecho, “el proyecto europeo surge
como voluntad de poner fin a las divisiones del pasado” y “nace de la
conciencia de que juntos y unidos somos más fuertes, que ‘la unidad es superior
al conflicto’ y que la solidaridad puede ser ‘un modo de hacer la
historia, un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los opuestos
pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida’”.
En este sentido, el Obispo de Roma sostiene que el tiempo actual “da
muestras de estar volviendo atrás” y en el que prevalece “la idea de ir cada
uno por su cuenta”. La pandemia “constituye como una línea divisoria que obliga
a hacer una elección: o se sigue el camino tomado en el último decenio, alentado
por la tentación de la autonomía, enfrentando crecientes incomprensiones,
contraposiciones y conflictos; o bien se redescubre ese camino de la
fraternidad” que inspiró y animó a los padres fundadores de la Europa moderna.
Camino de fraternidad
Para el Papa Francisco, en las noticias europeas de los últimos meses,
la pandemia puso en evidencia todo esto: “la tentación de ir cada uno por su
cuenta, buscando soluciones unilaterales a un problema que trasciende los
límites de los Estados, pero también, gracias al gran espíritu de mediación que
caracteriza a las Instituciones europeas, el deseo de recorrer con convicción
el camino de la fraternidad que es además camino de la solidaridad,
poniendo en marcha la creatividad y nuevas iniciativas”.
Frente a ello, subraya que es “necesario consolidar las medidas
adoptadas para evitar que los empujes centrífugos recobren fuerza” y remite a
la actualidad de las palabras que san Juan Pablo II pronunció en el Acto
europeo en Santiago de Compostela: Europa, “vuelve a encontrarte. Sé tú misma”.
“En este momento, quisiera decirle a Europa: Tú, que has sido una
fragua de ideales durante siglos y ahora parece que pierdes tu impulso, no te
detengas a mirar tu pasado como un álbum de recuerdos”, afirma Francisco en este
sentido.
“No tengas miedo”
“Europa, ¡vuelve a encontrarte! Vuelve a descubrir tus ideales, que
tienen raíces profundas. ¡Sé tú misma! No tengas miedo de tu historia
milenaria, que es una ventana abierta al futuro más que al pasado”, pide el
Santo Padre.
“No tengas miedo de tu anhelo de verdad, que desde la antigua Grecia
abrazó la tierra, sacando a la luz los interrogantes más profundos de todo ser
humano; de tu sed de justicia, que se desarrolló con el derecho romano y, con
el paso del tiempo, se convirtió en respeto por todo ser humano y por sus
derechos; de tu deseo de eternidad, enriquecido por el encuentro con la
tradición judeo-cristiana, que se refleja en tu patrimonio de fe, de arte y de
cultura”, añade.
Hoy, “mientras en Europa tantos se interrogan con desconfianza sobre su
futuro, muchos otros la miran con esperanza, convencidos de que todavía tiene
algo que ofrecer al mundo y a la humanidad”, se lee en la carta.
Los sueños de Francisco
El Sucesor de Pedro comparte también sus sueños: “Una Europa amiga de
la persona y de las personas. Una tierra donde sea respetada la dignidad de
todos, donde la persona sea un valor en sí y no el objeto de un cálculo
económico o una mercancía”.
Una tierra, prosigue “que cuide la vida en todas sus etapas, desde que surge
invisible en el seno materno hasta su fin natural, porque ningún ser humano es
dueño de la vida, sea propia o ajena. Una tierra que favorezca el trabajo como
medio privilegiado para el crecimiento personal y para la edificación del bien
común, creando fuentes de empleo especialmente para los más jóvenes”.
Además, sueña una Europa “que sea una familia y una comunidad. Un lugar
que sepa valorar las peculiaridades de todas las personas y los pueblos, sin
olvidar que estos están unidos por responsabilidades comunes”. Ser familia
significa “vivir la unidad teniendo en cuenta la diversidad, a partir de la
diferencia fundamental entre hombre y mujer”.
Comunidad solidaria
El Papa también anhela una Europa “solidaria y generosa”. Un lugar
“acogedor y hospitalario, donde la caridad —que es la mayor virtud cristiana—
venza toda forma de indiferencia y egoísmo”. Y habla de una “solidaridad
inteligente” que “no se limite solamente a asistir las necesidades
fundamentales en casos puntuales”.
La solidaridad “se nutre de gratuidad y engendra gratitud”. Y la
gratitud “nos lleva a mirar al otro con amor; pero cuando nos olvidamos de
agradecer por los beneficios recibidos, somos más propensos a cerrarnos en
nosotros mismos y a vivir con miedo a todo lo que nos rodea y es diferente a
nosotros”, prosigue.
Esto, apunta, “lo vemos en los numerosos temores que atraviesan
nuestras sociedades actuales, entre los que no puedo callar el recelo respecto
a los migrantes”. Solo una Europa que sea “comunidad solidaria puede hacer
frente a este desafío de forma provechosa, mientras que las soluciones
parciales ya han demostrado su insuficiencia”.
Una Europa “sanamente laica”
Finalmente, el Pontífice sueña con una Europa “sanamente laica, donde
Dios y el César sean distintos, pero no contrapuestos”. Una tierra “abierta a
la trascendencia, donde el que es creyente sea libre de profesar públicamente
la fe y de proponer el propio punto de vista en la sociedad”.
Los cristianos, advierte, “tienen hoy una gran responsabilidad: como la
levadura en la masa, están llamados a despertar la conciencia de Europa, para
animar procesos que generen nuevos dinamismos en la sociedad”, motivo por el
que los exhorta “a comprometerse con valentía y determinación a ofrecer su
colaboración en cada ámbito donde viven y trabajan”.
A continuación, sigue la carta completa de Francisco.
***
Carta del Santo Padre
Publicamos a continuación la carta que el Santo Padre ha dirigido al
Emmo. Secretario de Estado con ocasión del 40º aniversario de la Comisión de
las Conferencias Episcopales de la Unión Europea (COMECE), el 50º aniversario
de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la Unión Europea y el 50º
aniversario de la presencia de la Santa Sede como Observador Permanente ante el
Consejo de Europa.
En coincidencia con estos aniversarios, estaba programada, del 28 al 30 de octubre, una visita del cardenal Parolin a Bruselas, que ha sido cancelada debido al empeoramiento de la emergencia sanitaria. Se prevé que las reuniones con las autoridades de la Unión Europea y los miembros de la COMECE puedan efectuarse en video-conexión.
Al Venerado Hermano
Señor Cardenal PIETRO PAROLIN
Secretario de Estado
En este año, la Santa Sede y la Iglesia en Europa celebran algunos
acontecimientos significativos. Hace cincuenta años se concretó la colaboración
entre la Santa Sede y las Instituciones europeas surgidas después de la segunda
guerra mundial, mediante el establecimiento de las relaciones diplomáticas con
las entonces Comunidades Europeas y la presencia de la Santa Sede como
Observador ante el Consejo de Europa. Después, en 1980, se creó la Comisión de
los Episcopados de las Comunidades Europeas (COMECE), en la que participan con
un delegado propio todas las Conferencias Episcopales de los Estados Miembros
de la Unión Europea, con el objetivo de favorecer “una colaboración más
estrecha entre dichos Episcopados, en orden a las cuestiones pastorales
relacionadas con el desarrollo de las competencias y de las actividades de la
Unión”.[1] Además, este año se celebró el 70.º aniversario de la
Declaración Schuman, un acontecimiento de gran importancia que ha inspirado el
largo camino de integración del continente, haciendo posible que se superen las
hostilidades producidas a causa de los dos conflictos mundiales.
A la luz de estos acontecimientos, usted tiene previsto próximamente
visitas significativas a las Autoridades de la Unión Europea, a la Asamblea
Plenaria de la COMECE y a las Autoridades del Consejo de Europa, por lo que
considero oportuno compartirle algunas reflexiones sobre el futuro de este
continente, que me es particularmente querido, no sólo por los orígenes
familiares, sino también por el rol central que este ha tenido y pienso que
todavía debe tener —si bien con tonos diversos— en la historia de la humanidad.
Ese rol se vuelve todavía más relevante en el contexto de pandemia que estamos atravesando. De hecho, el proyecto europeo surge como voluntad de poner fin a las divisiones del pasado. Nace de la conciencia de que juntos y unidos somos más fuertes, que “la unidad es superior al conflicto”[2] y que la solidaridad puede ser “un modo de hacer la historia, un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida”.[3]
En nuestro tiempo, que “da
muestras de estar volviendo atrás”,[4] en el que prevalece la idea de ir
cada uno por su cuenta, la pandemia constituye como una línea divisoria que
obliga a hacer una elección: o se sigue el camino tomado en el último decenio,
alentado por la tentación de la autonomía, enfrentando crecientes
incomprensiones, contraposiciones y conflictos; o bien se redescubre ese camino
de la fraternidad, que sin duda fue el que inspiró y animó a los Padres
fundadores de la Europa moderna, a partir justamente de Robert Schuman.
En las noticias europeas de los últimos meses, la pandemia puso en
evidencia todo esto: la tentación de ir cada uno por su cuenta, buscando
soluciones unilaterales a un problema que trasciende los límites de los
Estados, pero también, gracias al gran espíritu de mediación que caracteriza a
las Instituciones europeas, el deseo de recorrer con convicción el camino de la
fraternidad que es además camino de la solidaridad, poniendo en marcha la
creatividad y nuevas iniciativas.
Sin embargo, es necesario consolidar las medidas adoptadas para evitar
que los empujes centrífugos recobren fuerza. Resuenan hoy con gran actualidad
las palabras que san Juan Pablo II pronunció en el Acto europeo en Santiago de
Compostela: Europa, “vuelve a encontrarte. Sé tú misma”.[5] En un tiempo
de cambios repentinos se corre el riesgo de perder la propia identidad,
especialmente cuando desaparecen los valores compartidos sobre los que se funda
la sociedad.
En este momento, quisiera decirle a Europa: Tú, que has sido una fragua
de ideales durante siglos y ahora parece que pierdes tu impulso, no te detengas
a mirar tu pasado como un álbum de recuerdos. Con el tiempo, aun las memorias
más hermosas se desvanecen y acaban siendo olvidadas. Tarde o temprano nos
damos cuenta de que los contornos del propio rostro se esfuman, nos encontramos
cansados y agobiados de vivir el tiempo presente, y con poca esperanza de mirar
al futuro. Sin una noble motivación nos descubrimos frágiles y divididos, y más
inclinados a lamentarnos y a dejarnos atraer por quien hace de las quejas y de
la división un estilo de vida personal, social y político.
Europa, ¡vuelve a encontrarte! Vuelve a descubrir tus ideales, que
tienen raíces profundas. ¡Sé tú misma! No tengas miedo de tu historia
milenaria, que es una ventana abierta al futuro más que al pasado. No tengas
miedo de tu anhelo de verdad, que desde la antigua Grecia abrazó la tierra,
sacando a la luz los interrogantes más profundos de todo ser humano; de tu sed
de justicia, que se desarrolló con el derecho romano y, con el paso del tiempo,
se convirtió en respeto por todo ser humano y por sus derechos; de tu deseo de
eternidad, enriquecido por el encuentro con la tradición judeo-cristiana, que
se refleja en tu patrimonio de fe, de arte y de cultura.
Hoy, mientras en Europa tantos se interrogan con desconfianza sobre su
futuro, muchos otros la miran con esperanza, convencidos de que todavía tiene
algo que ofrecer al mundo y a la humanidad. Es la misma confianza que inspiró a
Robert Schuman, consciente de que “la contribución que una Europa organizada y
viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de
unas relaciones pacíficas”.[6] Es la misma confianza que podemos tener
nosotros, a partir de valores compartidos y arraigados en la historia y en la
cultura de esta tierra.
Por tanto, ¿qué Europa soñamos para el futuro? ¿En qué consiste su
contribución original? En el mundo actual, no se trata de recuperar una
hegemonía política o una centralidad geográfica, ni se trata de elaborar
soluciones innovadoras a los problemas económicos y sociales. La originalidad
europea está sobre todo en su concepción del hombre y de la realidad; en su
capacidad de iniciativa y en su solidaridad dinámica.
Sueño, entonces, una Europa amiga de la persona y de las personas. Una tierra donde sea respetada la dignidad de todos, donde la persona sea un valor en sí y no el objeto de un cálculo económico o una mercancía. Una tierra que cuide la vida en todas sus etapas, desde que surge invisible en el seno materno hasta su fin natural, porque ningún ser humano es dueño de la vida, sea propia o ajena. Una tierra que favorezca el trabajo como medio privilegiado para el crecimiento personal y para la edificación del bien común, creando fuentes de empleo especialmente para los más jóvenes.
Ser amigos de la persona significa
colaborar con su instrucción y su desarrollo cultural. Significa proteger al
que es más frágil y débil, especialmente a los ancianos, los enfermos que necesitan
tratamientos costosos y las personas con discapacidad. Ser amigos de la persona
significa tutelar los derechos, pero también señalar los deberes. Significa
recordar que cada uno está llamado a ofrecer la propia contribución a la
sociedad, porque ninguno es un universo cerrado en sí mismo y no se puede
exigir respeto para sí, sin respeto por los demás; no se puede recibir si al
mismo tiempo no se está dispuesto a dar.
Sueño una Europa que sea una familia y una comunidad. Un lugar que sepa valorar las peculiaridades de todas las personas y los pueblos, sin olvidar que estos están unidos por responsabilidades comunes. Ser familia significa vivir la unidad teniendo en cuenta la diversidad, a partir de la diferencia fundamental entre hombre y mujer. En este sentido, Europa es una auténtica familia de pueblos, distintos entre sí, pero sin embargo unidos por una historia y un destino común. Los últimos años, y aún más la pandemia, han demostrado que nadie puede salir adelante solo y que un cierto modo individualista de entender la vida y la sociedad lleva solamente al desánimo y a la soledad.
Todo ser humano aspira a ser parte de una comunidad, es decir, de una realidad
más grande que lo trasciende y que da sentido a su individualidad. Una Europa
dividida, compuesta de realidades solitarias e independientes, fácilmente se
encontrará incapaz de hacer frente a los desafíos del futuro. En cambio,
una Europa comunidad, solidaria y fraterna, sabrá aprovechar las
diferencias y el aporte de cada uno para afrontar juntos las cuestiones que le
esperan, comenzando por la pandemia, pero también por el desafío ecológico, que
no se limita sólo a la protección de los recursos naturales y a la calidad del
ambiente en que vivimos. Se trata de elegir entre un modelo de vida que descarta
personas y cosas, y uno inclusivo que valora lo creado y a las criaturas.
Sueño una Europa solidaria y generosa. Un lugar acogedor y
hospitalario, donde la caridad —que es la mayor virtud cristiana— venza toda
forma de indiferencia y egoísmo. La solidaridad es expresión fundamental de
toda comunidad y exige que cada uno se haga cargo del otro. Ciertamente
hablamos de una “solidaridad inteligente” que no se limite solamente a asistir
las necesidades fundamentales en casos puntuales.
Ser solidarios significa guiar al más débil por un camino de
crecimiento personal y social, para que un día este pueda a su vez ayudar a los
demás. Como un buen médico, que no se limita a suministrar una medicina, sino
que acompaña al paciente hasta la recuperación total.
Ser solidarios implica hacerse prójimos. Para Europa significa
particularmente hacerse disponible, cercana y diligente para sostener —a través
de la cooperación internacional— a los otros continentes —pienso especialmente
en África—, de modo que se resuelvan los conflictos en curso y se ponga en
marcha un desarrollo humano sostenible.
Además, la solidaridad se nutre de gratuidad y engendra gratitud. Y la
gratitud nos lleva a mirar al otro con amor; pero cuando nos olvidamos de
agradecer por los beneficios recibidos, somos más propensos a cerrarnos en
nosotros mismos y a vivir con miedo a todo lo que nos rodea y es diferente a
nosotros.
Lo vemos en los numerosos temores que atraviesan nuestras sociedades
actuales, entre los que no puedo callar el recelo respecto a los migrantes.
Sólo una Europa que sea comunidad solidaria puede hacer frente a este
desafío de forma provechosa, mientras que las soluciones parciales ya han
demostrado su insuficiencia. Es evidente, en efecto, que la necesaria acogida
de los migrantes no puede limitarse a simples operaciones de asistencia al que
llega, a menudo escapando de conflictos, hambre o desastres naturales, sino que
debe consentir su integración para que puedan “conocer, respetar y también
asimilar la cultura y las tradiciones de la nación que los acoge”.[7]
Sueño una Europa sanamente laica, donde Dios y el César sean distintos,
pero no contrapuestos. Una tierra abierta a la trascendencia, donde el que es
creyente sea libre de profesar públicamente la fe y de proponer el propio punto
de vista en la sociedad. Han terminado los tiempos de los confesionalismos,
pero —se espera— también el de un cierto laicismo que cierra las puertas a los
demás y sobre todo a Dios,[8] porque es evidente que una cultura o un
sistema político que no respete la apertura a la trascendencia, no respeta
adecuadamente a la persona humana.
Los cristianos tienen hoy una gran responsabilidad: como la levadura en
la masa, están llamados a despertar la conciencia de Europa, para animar
procesos que generen nuevos dinamismos en la sociedad.[9] Los exhorto,
pues, a comprometerse con valentía y determinación a ofrecer su colaboración en
cada ámbito donde viven y trabajan.
Señor Cardenal:
Estas breves palabras nacen de mi solicitud de Pastor y de la certeza
de que Europa aún tiene mucho que dar al mundo. No tienen, por tanto, otra
pretensión que la de ser un aporte personal a la reflexión tan necesaria sobre
su futuro. Le agradecería si puede compartir su contenido en los diálogos que
tendrá usted los próximos días con las Autoridades europeas y con los miembros
de la COMECE, que exhorto a colaborar con espíritu de comunión fraterna con
todos los obispos del continente, reunidos en el Consejo de las Conferencias
Episcopales de Europa (CCEE). Le ruego que lleve a cada uno mi saludo personal
y el signo de mi cercanía a los pueblos que representan. Sus encuentros serán
ciertamente una ocasión propicia para profundizar las relaciones de la Santa Sede
con la Unión Europea y con el Consejo de Europa, y para confirmar a la Iglesia
en su misión evangelizadora y en su servicio al bien común.
Que no le falte a nuestra querida Europa la protección de sus santos
Patronos: san Benito, los santos Cirilo y Metodio, santa Brígida, santa
Catalina y santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), hombres y mujeres
que por amor al Señor han trabajado sin cesar en el servicio de los más pobres
y en favor del desarrollo humano, social y cultural de todos los pueblos
europeos.
Mientras me encomiendo a sus oraciones y a las de cuantos tendrá ocasión de encontrar durante su viaje, le pido que lleve a todos mi Bendición.
Vaticano, 22 de octubre de 2020,
Memoria de san Juan Pablo II.
FRANCISCO
Larissa I. López
Fuente: Zenit






