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| Santa Misa Basílica de San Pedro © Vatican Media |
Hoy, 5 de noviembre de 2020, el Santo Padre ha presidido la Eucaristía en la basílica de San Pedro, y ha dirigido la
homilía desde el Altar de la Cátedra.
169 pastores difuntos
En total han sido 169 pastores de la Iglesia difuntos, de los que 6 son
cardenales y 163 obispos o arzobispos. 70 de estos últimos formaban parte de
jurisdicciones eclesiásticas españolas, latinoamericanas y de EEUU: dos de
España, cinco de México, cinco de Argentina, cuatro de Perú, dos de Nicaragua,
dos de Chile, dos de Colombia, uno de Paraguay, uno de Venezuela, uno de
Panamá, uno de Uruguay, uno de El Salvador, uno de Ecuador, uno de Bolivia y
uno de Guatemala.
Asimismo, han fallecido 17 de Brasil y 16 de Estados Unidos.
Jesús y la muerte de Lázaro
El Papa ha comenzado la homilía resaltando la “solemne autorrevelación”
de Jesús en el Evangelio proclamado: “Yo soy la resurrección y la vida: el que
cree en mí, aunque haya muerte, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no
morirá para siempre”.
La “gran luz” de las palabras recordadas por el Evangelio “prevalece
sobre la oscuridad del profundo duelo causado por la muerte de Lázaro”, Marta
las acoge y con “firme profesión de fe declara: ‘Sí Señor, yo creo que tú eres
el Cristo’”.
El Pontífice describió que estas palabras “traen esperanza a Marta del
futuro lejano al presente: la resurrección ya está cerca de ella”. Y remarcó
que esta revelación de Jesús “nos interpela a todos”, pues estamos llamados a
“creer en la resurrección” como algo que “nos involucra misteriosamente ya
desde ahora”, sin ignorar “el desconcierto que humanamente experimentamos ante
la muerte”.
Tal y como señala, excepto en el pecado, Jesús es “totalmente solidario
con nosotros”, ya que también “experimentó el drama del luto, la amargura de
las lágrimas derramadas por el fallecimiento de un ser querido”, su amigo
Lázaro.
Jesús es la resurrección
Francisco ha explicado que hoy “es a nosotros a quienes el Señor nos
repite: Yo soy la resurrección y la vida”, y nos llama a “renovar el gran salto
de fe, entrando ya desde ahora en la luz de la resurrección”.
“Cuando se produce este salto, nuestra forma de pensar y ver las cosas
cambia”, indicó, “la mirada de la fe, trascendiendo lo visible, ve en cierto
modo lo invisible”. Es por esto que, sigue, “cada evento se evalúa entonces a
la luz de otra dimensión, la de la eternidad”.
Refiriéndose al Libro de la Sabiduría, el Obispo de Roma ha destacado
que, a los ojos de la fe, la “muerte prematura de un justo” no se presenta como
“una desgracia, sino como un acto providencial del Señor, cuyos pensamientos no
coinciden con los nuestros”.
En este sentido, también ha afirmado, citando al libro sagrado, que “la
vejez venerable no son los muchos días”, pues “las canas de un hombre son la
prudencia y la edad avanzada, una vida intachable”. “Los amorosos designios de
Dios para sus elogios escapan completamente a aquellos que tienen la realidad
mundana como único horizonte”.
Oración por los difuntos
Recordando a los cardenales y obispos difuntos de este año, el Papa Francisco ha pedido al Señor ayuda para “considerar su parábola existencial de la manera correcta” y que “disuelva esa melancolía negativa que a veces nos penetra, como si todo terminara en la muerte”.
Se trata de un “sentimiento alejado de la fe, que se añade al miedo
humano de tener que morir, y del que nadie puede decir que es completamente
inmune”. Es por esto, enfatiza, que “incluso el creyente debe convertirse
continuamente”.
Después, el Santo Padre ha invitado a “ir más allá de la imagen que
instintivamente tenemos de la muerte como aniquilación total de una persona” y
“encomendarnos enteramente al Señor que declara: Yo soy la resurrección y la
vida”. Esto hace que, acogidos a la fe, “la oración por nuestros hermanos
fallecidos sea verdaderamente cristiana” y nos permita “tener una visión más
real de su existencia”.
El testimonio de cardenales y obispos
Finalmente, Francisco apuntó que la oración en sufragio por los
difuntos, “elevada en la confianza de los que viven en Dios, extiende sus
beneficios también a nosotros, peregrinos aquí en la tierra”, “nos educa para
una auténtica visión de la vida” y “nos revela el sentido de las tribulaciones
que debemos atravesar para entrar en el Reino de Dios”.
Del mismo modo, el Papa ha invitado a recordar “con gratitud” el
testimonio de los cardenales y obispos difuntos que “vivieron en la fidelidad a
la voluntad divina”.
A continuación, sigue la homilía completa del Papa Francisco.
***
Homilía del Santo Padre
En el pasaje evangélico que se ha proclamado (cf. Jn 11,17-27) Jesús
pronuncia una solemne autorrevelación: “Yo soy la resurrección y la vida: el
que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no
morirá para siempre” (vv. 25-26). La gran luz de estas palabras prevalece sobre
la oscuridad del profundo duelo causado por la muerte de Lázaro. Marta las
acoge y con una firme profesión de fe declara: “Sí, Señor: yo creo que tú eres
el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (v. 27).
Las palabras de Jesús traen la esperanza de Marta del futuro lejano al
presente: la resurrección ya está cerca de ella, presente en la persona de Cristo.
La revelación de Jesús hoy nos interpela a todos. Estamos llamados a creer en
la resurrección no como una especie de espejismo en el horizonte, sino como
algo que está presente y nos involucra misteriosamente ya desde ahora. Y, sin
embargo, esta misma fe en la resurrección no ignora ni enmascara el
desconcierto que humanamente experimentamos ante la muerte.
El mismo Señor Jesús, al ver a las hermanas de Lázaro y a los que
estaban llorando con ellas, no sólo no ocultó su sentimiento, sino que —añade
el evangelista Juan— incluso “se echó a llorar” (Jn 11,35). Excepto en el
pecado, es totalmente solidario con nosotros: experimentó también el drama del
luto, la amargura de las lágrimas derramadas por el fallecimiento de un ser
querido. Pero esto no disminuye la luz de la verdad que emana de su revelación,
de la que la resurrección de Lázaro fue un gran signo.
Hoy, por lo tanto, es a nosotros a quienes el Señor nos repite: “Yo soy
la resurrección y la vida” (v. 25). Y nos llama a renovar el gran salto de fe,
entrando ya desde ahora en la luz de la resurrección: “El que está vivo y cree
en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (v. 26). Cuando se produce este
salto, nuestra forma de pensar y ver las cosas cambia. La mirada de la fe,
trascendiendo lo visible, ve en cierto modo lo invisible (cf. Hb 11,27). Cada
evento se evalúa entonces a la luz de otra dimensión, la de la eternidad.
Esto es lo que emerge en el pasaje del Libro de la Sabiduría. La muerte
prematura de un justo se considera desde una perspectiva diferente a la común:
“Agradó a Dios y Dios lo amó, vivía entre pecadores y Dios se lo llevó… para
que la maldad no pervirtiera su inteligencia, ni la perfidia sedujera su alma”
(4,10-11). Desde la perspectiva de la fe, esa muerte no se presenta como una
desgracia, sino como un acto providencial del Señor, cuyos pensamientos no
coinciden con los nuestros.
Por ejemplo, el propio autor sagrado señala que, según la perspectiva
de Dios, “una vejez venerable no son los muchos días, ni se mide por el número
de años, pues las canas del hombre son la prudencia y la edad avanzada, una
vida intachable” (4,8-9). Los amorosos designios de Dios para sus elegidos
escapan completamente a aquellos que tienen la realidad mundana como único
horizonte.
Por lo tanto, sobre estos —como hemos oído— se dice: “La gente ve la
muerte del sabio, pero no comprende los designios divinos sobre él, ni por qué
lo pone a salvo el Señor” (4,17). Al rezar por los cardenales y obispos que han
fallecido durante este último año, pedimos al Señor que nos ayude a considerar
su parábola existencial de la manera correcta. Le pedimos que disuelva esa
melancolía negativa que a veces nos penetra, como si todo terminara con la
muerte.
Es un sentimiento alejado de la fe, que se añade al miedo humano de
tener que morir, y del que nadie puede decir que es completamente inmune. Por
esta razón, ante el enigma de la muerte, incluso el creyente debe convertirse
continuamente.
Cada día estamos llamados a ir más allá de la imagen que
instintivamente tenemos de la muerte como aniquilación total de una persona; a
trascender lo evidente, los pensamientos sistemáticos y obvios, las opiniones
comunes, a encomendarnos enteramente al Señor que declara: “Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que
está vivo y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11,25-26).
Estas palabras, acogidas con fe, hacen que la oración por nuestros
hermanos fallecidos sea verdaderamente cristiana. También nos permiten tener
una visión más real de su existencia: comprender el sentido y el valor del bien
que han hecho, de su fortaleza, de su compromiso y de su amor desinteresados;
comprender lo que significa vivir aspirando no a una patria terrena, sino a una
mejor, es decir, la patria celestial (cf. Hb 11,16).
La oración en sufragio por los difuntos, elevada en la confianza de que
viven con Dios, extiende así sus beneficios también a nosotros, peregrinos aquí
en la tierra. Nos educa para una auténtica visión de la vida; nos revela el
sentido de las tribulaciones que debemos atravesar para entrar en el Reino de
Dios; nos abre a la verdadera libertad, disponiéndonos a la búsqueda continua
de los bienes eternos. Haciendo nuestras las palabras del Apóstol, nosotros
también nos sentimos “llenos de confianza […].
Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarlo” (2
Co 5,8-9). La vida de un siervo del Evangelio gira en torno al deseo de lograr
todo aquello que agrada al Señor. Este es el criterio de cada elección que hace,
de cada paso que da. Recordemos, pues, con gratitud el testimonio de los
cardenales y obispos difuntos que vivieron en la fidelidad a la voluntad divina;
recemos por ellos, tratando de seguir su ejemplo.
Que el Señor derrame siempre sobre nosotros su Espíritu de sabiduría,
de manera especial en este tiempo de prueba. Particularmente en los momentos en
que el camino se hace más difícil, no nos abandona, permanece con nosotros,
fiel a su promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los
tiempos” (Mt 28,20).
© Librería Editorial Vaticana
Gabriel Sales Triguero
Fuente: Zenit






