Palabras antes del Ángelus
Y esta dimensión de la alegría
emerge especialmente hoy, el tercer domingo, que se abre con la exhortación de
San Pablo: “Alegraos siempre en el Señor”. ¿Y cuál es el motivo? Que “el Señor
está cerca”, añadió.
A continuación, siguen las
palabras de Francisco en el Ángelus, según la traducción oficial ofrecida por
la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
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Palabras antes del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La invitación a la alegría es
característica del tiempo de Adviento: la espera del nacimiento de Jesús, la
espera que vivimos es alegre, un poco como cuando esperamos la visita de una
persona a la que queremos mucho, por ejemplo, un amigo al que no vemos desde
hace tiempo, un pariente… Estamos en una espera alegre. Y esta dimensión de la
alegría emerge especialmente hoy, el tercer domingo, que se abre con la
exhortación de San Pablo: “Alegraos siempre en el Señor” (Antífona de ingreso;
cfr. Fil 4,4.5). “¡Alegraos!” La alegría cristiana. ¿Y cuál es el
motivo de esta alegría? Que “el Señor está cerca” (v. 5). Cuanto más cerca de
nosotros está el Señor, más estamos en la alegría; cuanto más lejos está, más
estamos en la tristeza. Esta es una regla para los cristianos.
Una vez, un filósofo decía más o
menos esto: “No comprendo cómo se puede creer hoy, porque aquellos que dicen
que creen tienen cara de funeral. No dan testimonio de la alegría de la
resurrección de Jesucristo”. Hay muchos cristianos con esa cara, sí, cara de
funeral, cara de tristeza… ¡Pero Cristo ha resucitado! ¡Cristo te ama! ¿Y tú no
tienes alegría? Pensemos un poco en esto y preguntémonos: ¿Yo estoy alegre
porque el Señor está cerca de mí, porque el Señor me ama, porque el Señor me ha
redimido?
El Evangelio según Juan nos
presenta hoy al personaje bíblico que -exceptuando a la Virgen y a San José-
vivió el primero y mayormente la espera del Mesías y la alegría de verlo
llegar: hablamos, naturalmente, de Juan el Bautista (cfr Jn 1,6-8.19-28).
El evangelista lo introduce de
modo solemne: “Hubo un hombre enviado por Dios […]. Éste vino como testigo,
para dar testimonio de la luz” (vv. 6-7). El Bautista es el primer testigo de
Jesús, con la palabra y con el don de la vida. Todos los Evangelios concuerdan
en mostrar cómo realizó su misión indicando a Jesús como el Cristo, el Enviado
de Dios prometido por los profetas. Juan era un líder de su tiempo. Su
fama se había difundido en toda Judea y más allá, hasta Galilea. Pero él no
cedió ni siquiera por un instante a la tentación de atraer la atención sobre sí
mismo: siempre la orientaba hacia Aquel que debía venir. Decía: “Él es el que
viene después de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de la
sandalia” (v. 27). Siempre señalando al Señor. Como la Virgen, que siempre
señala al Señor: “Haced lo que Él os diga”. El Señor siempre en el centro. Los
santos alrededor, señalando al Señor. ¡Y quien no señala al Señor no es santo!
He aquí la primera condición de
la alegría cristiana: descentrarse de uno mismo y poner en el centro a
Jesús. Esto no es alienación, porque Jesús es efectivamente el
centro, es la luz que da pleno sentido a la vida de cada hombre y
cada mujer que vienen a este mundo. Es un dinamismo como el del amor, que me
lleva a salir de mí mismo no para perderme, sino para reencontrarme mientras me
dono, mientras busco el bien del otro.
Juan el Bautista recorrió un
largo camino para llegar a testimoniar a Jesús. El camino de la alegría no
es fácil, no es un paseo. Se necesita trabajo para estar siempre en la alegría.
Juan dejó todo, desde joven, para poner a Dios en primer lugar, para escuchar
con todo su corazón y con todas sus fuerzas la Palabra. Juan se retiró al
desierto, despojándose de todo lo superfluo, para ser más libre de seguir el
viento del Espíritu Santo. Cierto, algunos rasgos de su personalidad son
únicos, irrepetibles, no se pueden proponer a todos. Pero su testimonio es
paradigmático para todo aquel que quiera buscar el sentido de su propia vida y
encontrar la verdadera alegría. De manera especial, el Bautista es un modelo
para cuantos están llamados en la Iglesia a anunciar a Cristo a los demás:
pueden hacerlo solo despegándose de sí mismos y de la mundanidad, no atrayendo
a las personas hacia sí sino orientándolas hacia Jesús.
La alegría es esto: orientar a
Jesús. Y la alegría debe ser la característica de nuestra fe. También en los momentos
oscuros, esa alegría interior de saber que el Señor está conmigo, que el Señor
está con nosotros, que el Señor ha resucitado. ¡El Señor! ¡El Señor! ¡El Señor!
Este es el centro de nuestra vida, este es el centro de nuestra alegría. Pensad
bien hoy: ¿Cómo me comporto yo? ¿Soy una persona alegre que sabe transmitir la
alegría de ser cristiano, o soy siempre como esas personas tristes que, como he
dicho antes, parece que estén en un funeral? Si yo no tengo la alegría de
mi fe, no podré dar testimonio y los demás dirán: “Si la fe es así de triste,
mejor no tenerla”.
Rezando ahora el Ángelus,
vemos todo esto realizado plenamente en la Virgen María: ella esperó en el
silencio la Palabra de salvación de Dios; la escuchó, la acogió, la concibió.
En ella, Dios se hizo cercano. Por eso la Iglesia llama a María “Causa de
nuestra alegría”.
Raquel Anillo
Fuente: Zenit