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mavo | Shutterstock |
1. DEJAR DE CORRER
Nuestras vidas están atropelladas, sobrecargadas, saturadas… La paz se
adapta mal al ruido y la precipitación. Ciertamente, nuestro ritmo de vida no
depende de nosotros, al menos no por completo, porque tenemos tendencia a inventarnos obligaciones. No
sabemos parar. Olvidamos que el Señor no nos pide nunca más de lo
que nuestros días pueden contener. Y olvidamos sobre todo que Él hizo del descanso un mandamiento: nos da seis días
para trabajar y el domingo para descansar. El reposo dominical no es un lujo
reservado a los jubilados. Es el mandamiento de un Padre que sabe mejor que
nosotros lo que necesitamos.
2. VIVIR EL MOMENTO PRESENTE
Jesús nos dice: “A cada día le basta su
aflicción” (Mt 6, 34). Entonces,
¿por qué envenenamos la vida con preocupaciones inútiles? “Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a
uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al
segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero. Por eso les digo: No se
inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con
qué se van a vestir. (…) ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede
añadir un solo instante al tiempo de su vida? (…) Busquen primero el Reino y su
justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6, 24-33). Vivir en el Resucitado es
apostar todo por Dios. Es depositar toda
nuestra confianza en Él, no en nuestra libreta de ahorros o nuestros
contratos de seguros. Es vivir como hijos de Rey, que no se preocupan de nada
porque su Padre, infinitamente bueno y todopoderoso, no deja de velar por
ellos.
3. CONFIARSE A LA MISERICORDIA
El remordimiento y la desazón perturban la paz. Lo que Jesús espera de
nosotros es el arrepentimiento: “el corazón
contrito y humillado” (Sal 51, 19).
El corazón del hijo pródigo que vuelve a su Padre. El remordimiento y la desazón
son estériles, pero arrepentirnos nos pone
en las manos de Dios, nos permite recibir su perdón y su paz. Hay que
mirar nuestros pecados para pedir perdón por ellos y reparar, tanto como sea
posible, el mal que hayamos cometido. Pero no tenemos que “rumiar” nuestro
pecado indefinidamente: una vez que Dios nos ha perdonado, volver sobre ello
sería dudar de Su misericordia.
4. APRENDER A PERDONAR
Lo sabemos bien: nadie puede recibir el perdón de Dios si no perdona a sus
hermanos. Nada perturba más la paz que los
perdones rechazados. Rechazados por mala voluntad (y no por
impotencia: decidir perdonar es ya vivir el perdón mismo si no nos sentimos
capaces de perdonar de inmediato) o rechazados por ignorancia, porque hemos
olvidado o reprimido antiguas heridas. Para vivir en la paz, pidamos al Señor
que nos ilumine sobre los perdones que debamos dar.
5. PARA RECIBIR LA PAZ, HAY QUE CONSTRUIRLA
En la paz sucede como con el perdón: nadie puede recibirla como consumidor.
Para disfrutar la paz, hay que participar de ella, ser artesanos de la paz. La familia, la comunidad donde se construye siempre la
paz, es una buena escuela para ello. Convertirnos en artesanos de
la paz se aprende a diario a través de la escuela, del saber compartir, del perdón, de la paciencia, del
respeto, etc. La paz se enseña en familia, pero también a partir de la
familia: cuanto más armoniosa y apaciblemente pueda crecer el niño en su
familia, más capaz será de acercarse a los demás y recibirlos tal y como son,
con sus diferencias y sus riquezas propias.
6. LLENAR LA VIDA DE SILENCIO Y EL SILENCIO DE AMOR
Somos como pilas: si no nos recargamos diariamente, nos “descargamos”
rápidamente. La oración nos
permite reaprovisionarnos de paz. Cuanto más fieles seamos a la oración, más
nos arraigaremos en la paz. “Sólo damos aquello que rebosamos: si quieres ser un canal, antes debes ser un embalse”,
decía san Bernardo. Para ser capaces de extender a nuestro alrededor la paz de
Jesús resucitado, comencemos por recibirla sin reservas.
Por Christine Ponsard
Fuente: Edifa