23 – Abril. Viernes de la III
semana de Pascua
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Disputaban los judíos entre sí:
«¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «En
verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no
bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi
sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es
verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe
mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo
vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es
el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron
y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Esto lo dijo Jesús en la
sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
Las palabras que nos transmite el
evangelio de la misa de hoy fueron escuchadas con gran sorpresa por parte del
auditorio y fueron motivo de escándalo para no pocos: ¡Jesús invitando a comer
su carne y a beber su sangre, y relacionando esto con la vida eterna! Si
nosotros hubiéramos estado allí entonces, ¿no hubiéramos quedado también
desconcertados? Ciertamente el amor a Jesús mantuvo a unos pocos cerca de él.
No es difícil entender que las palabras de Jesús sean verdadero alimento. Pero,
si se nos habla de la realidad del cuerpo y de la sangre de una persona que se
ofrecen como alimento, ¿cómo es eso posible?
La Eucaristía es un maravilloso
Misterio de Amor con el que se nos dicen muchas cosas. Cualquiera de nosotros
puede admitir que necesita alimento para vivir, y que el alimento le viene de
fuera, o sea, que nadie es fuente de vida para sí mismo. Desde este punto de
vista, todo ser humano es indigente, y la experiencia del hambre y la sed revelan
en nosotros el deseo de la vida. Ante la Eucaristía consideramos de nuevo que
la vida es un regalo, es un don, pero que esa vida no se reduce a la vida
del cuerpo, que tarde o temprano languidece y se apaga, sino que hay una
aspiración a una vida que perdura. Y para poder hacernos acreedor de ella,
lo que se nos ofrece es alimentarnos de la Vida misma, del Cuerpo y la Sangre
de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Todos sabemos que, de algún modo,
uno se transforma en aquello de lo que se alimenta: si ha leído determinadas
cosas, esas han conformado su corazón y su cabeza; si ha cultivado determinada
música o ha contemplado tal aspecto de la naturaleza, su sensibilidad se ha
conformado con lo que ha experimentado. Determinado alimento da una vitalidad
concreta al cuerpo. Y así, Dios ha querido morar en nosotros transformándonos
por medio del Cuerpo y la Sangre de Cristo: ¡y hacernos así partícipes de su
naturaleza divina! (2 P 1,4). Conscientes de esto, nos acercamos a este
sacramento con todo el agradecimiento y reverencia de que somos capaces, con la
firme convicción de que cada vez que comulgamos dejamos a Cristo que se
implique de una forma más íntima y estrecha en toda nuestra existencia.
Juan Luis Caballero
Fuente: Opus Dei