30 – Mayo. Domingo. Santísima Trinidad, solemnidad
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Los once discípulos se fueron a
Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se
postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se
me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced
discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y
sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
Comentario
Hoy, solemnidad de la Santísima
Trinidad, la Iglesia proclama en la liturgia el final del evangelio de Mateo.
En este breve pasaje se narra precisamente el mandato divino de hacer
discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo (vv.19-20).
Como
expresaba san Josemaría, “la Trinidad se ha enamorado del hombre (…), lo ha
redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma nuestra” [1].
Por eso Jesucristo envía a los discípulos a evangelizar y a bautizar, en nombre
de las Tres Personas Divinas, porque quieren hacer su morada (cfr. Jn
14,23) en cada corazón que libremente le abra sus puertas (cfr. Ap 3,20).
Para
que no desfallezcamos en el cumplimiento de este mandato, Jesús nos recuerda
que Él ha recibido ya toda potestad en el cielo y la tierra (v. 18). Con la
expresión cielo y tierra, el lenguaje bíblico quiere expresar toda la
realidad creada: Jesús es todopoderoso en todas partes, las visibles y las
invisibles. Su fuerza y potestad puede llegar a todos los rincones y a todos
los ambientes y a todos los corazones.
Esta
verdad sobre el triunfo de Cristo puede calar cada vez más hondo en nuestra
alma, hasta llenarnos de esa gran confianza y seguridad de que gozaban los
santos: aunque a veces parezca que el mal se extiende fácilmente y sin remedio,
Dios sigue actuando eficazmente en todas las personas y espera nuestra libre
cooperación para redimirlos y cambiarlos.
Con
este anuncio misterioso que hacía Jesús, “se me ha dado toda potestad”, se
revelaba el cumplimiento de los vaticinios del Antiguo Testamento, en especial
del libro de Daniel, según los cuales el Hijo del Hombre recibiría el dominio,
el honor y el reino, y en los que se anunciaba que todos los pueblos, naciones
y lenguas le iban a servir (Dn 7,14ss).
Pero
el poder de Dios no pretende abrumar la pequeñez del hombre y someterlo a una
sumisión servil, hasta anularlo, como piensan muchos, rechazando a Dios por
eso. Al contrario, es tal la victoria del Señor sobre el pecado y la muerte,
que exalta a los hombres, para hacerles capaces de un trato amoroso y confiado
con Él, como hijos suyos y templos de su divina presencia.
Y
la victoria de Jesús es tan grande, que se atreve a confiar, por decirlo
así, en sus discípulos, para la inmensa tarea de iluminar el mundo entero con
la verdad del evangelio y la gracia del bautismo; y para enseñar a todos los
pueblos lo que el Hijo de Dios les había enseñado a ellos.
Jesús
también hace una promesa que nos llena de seguridad: “Y sabed que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (v. 20). Porque, como explica
el Papa Francisco, “solos, sin Jesús, ¡no podemos hacer nada! En la obra
apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras,
si bien son necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu
nuestro trabajo, aun si bien organizado, resulta ineficaz. Y junto a Jesús, nos
acompaña María, nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del
cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros,
camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza” [2].
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.
84
[2] Papa Francisco, Homilía, 1 de
junio de 2014.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei






