16 – Mayo. VII Domingo de Pascua. Ascensión del Señor
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Y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a
toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea
será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán
demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus
manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los
enfermos, y quedarán sanos». Después de hablarles, el Señor Jesús fue
llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar
por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales
que los acompañaban.
Comentario
Cuarenta días después de la Resurrección, Jesucristo vuelve
a reunirse con sus discípulos, los hombres y mujeres que le habían acompañado a
lo largo de los tres últimos años, sus amigos íntimos.
Salen de Jerusalén camino de Betania. Atraviesan las calles
y plazas de la ciudad y se dirigen al monte de los olivos.
En un momento dado, Jesús se para, los reúne en torno a él y
les da un último mandato: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda
criatura”. Les mira y elevándose se despide bendiciéndoles.
Ellos, llenos de alegría, vuelven a la ciudad santa y desde
allí comienzan a predicar la buena nueva por todo el mundo.
Ahora bien, ¿cómo es posible que unos hombres y mujeres
atemorizados, sin grandes cualidades, se lancen a semejante aventura? ¿Cómo es
posible que vuelvan a Jerusalén llenos de alegría, si Jesucristo acaba de
despedirse de ellos?
Lo lógico hubiera sido que estuvieran más desconcertados y
más tristes. El mundo en el que viven no ha cambiado, Jesús se ha ido
definitivamente y además les ha encargado una tarea aparentemente irrealizable.
Deben ser testigos del amor de Dios por los hombres, testigos de su pasión,
muerte y resurrección. Empezando por Jerusalén, la ciudad que lo ha condenado a
muerte, el lugar del fracaso. Hasta los confines del mundo. Ese mundo alejado
de Dios.
Y sin embargo, todo eso no les llena ni de desconcierto ni
de tristeza. Todo lo contrario.
¿Por qué para ellos es un orgullo ser discípulos de Cristo?
¿Por qué no es una carga esa tarea?
Porque Jesucristo es su amigo íntimo, porque saben que Él
está con ellos, que Él es fiel a sus promesas. Han aprendido a fiarse de Él. No
ponen su confianza en ellos, ni en sus fuerzas, ni en sus capacidades.
La Ascensión del Señor no es un “adiós”, un “hasta luego”,
sino, paradójicamente, un “me quedo”. Ellos se fían de la promesa hecha por
Jesucristo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt
28, 20). No dudan de su presencia en ellos y, de modo central, en la
Eucaristía.
Ellos no se sienten gran cosa, conocedores de sus miserias,
debilidades, falta de talento y capacidades. Pero saben que Cristo ha
resucitado, que su Amor es más poderoso. Han aprendido que es Dios quien da el
crecimiento. De ahí su alegría y entusiasmo.
Una alegría que se traduce en un abrirse en abanico para
llevar ese Amor hasta el último rincón del mundo. Los discípulos del Señor eran
hombres y mujeres a los que Dios confió todos los hombres. Y esa tarea les
colmó de una alegría aún mayor.
Su vida estuvo llena de sufrimientos y dificultades. Pero siempre
vivieron en la alegría del Señor. Reflejaban en su rostro la gloria del Señor:
el brillo de su rostro enamorado.
Al igual que a los discípulos que estuvieron con Jesucristo
el día de su Ascensión, Jesucristo nos reúne cada día en su corazón. Estamos
bajo la protección de sus manos, en la inmensidad de su Amor. Y quiere servirse
de cada uno para dar al mundo esa alegría verdadera que le falta. Quiere que
seamos testigos de lo que hemos visto y oído, de sus llagas, de su Amor. Que
con Él nada se pierde: trabajo, descanso, familia, amigos, pasado, presente,
futuro, en Él todo adquiere eternidad.
También nos ha elegido y nos ha confiado a todos los
hombres: a nuestros padres, hermanos, familiares, amigos, compañeros de
trabajo, la humanidad entera.
El apostolado es una consecuencia lógica de la alegría de
estar con Jesús. Como enseña san Josemaría, “el apostolado es amor de Dios, que
se desborda, dándose a los demás. La vida interior supone crecimiento en la
unión con Cristo, por el Pan y la Palabra. Y el afán de apostolado es la
manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se
paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas”[1].
Ellas nos necesitan.
Necesitan de nuestra alegría para que, a través de ella, descubran a Jesús en
sus vidas. En nuestro quehacer cotidiano, en nuestras miradas limpias, en
nuestras conversaciones llenas de comprensión, en nuestros afanes por servir,
comprender, animar y perdonar, Jesucristo resucitado se hace presente
llenándolo todo de su alegría. Este mundo, no tan distinto del mundo de los
hombres y mujeres que acompañaron al Señor, necesita de cristianos que lleven
en su rostro ese brillo de un Dios enamorado.
[1] San Josemaría, “La Ascensión del Señor a los cielos”, Es Cristo que pasa, n. 122a.
Luis Cruz
Fuente: Opus Dei






