El Papa Francisco presidió este domingo 23 de mayo la Misa del Solemnidad de Pentecostés desde la Basílica de San Pedro del Vaticano.
El
Santo Padre señaló en su homilía que el Espíritu Santo dará consuelo y el
impulso necesario al pueblo de Dios en un mundo afectado por la pandemia, del
mismo modo que en Pentecostés dio la fuerza a los discípulos para disipar sus
miedos y salir a llevar al mundo la Palabra de Dios.
A continuación, el texto completo
de la homilía del Papa:
«Cuando venga el Paráclito, a
quien yo les enviaré desde mi Padre» (Jn 15,26). Con estas palabras Jesús
promete a los discípulos el Espíritu Santo, el don definitivo, el don de los
dones. Acojamos hoy esta palabra, que no es fácil de traducir porque encierra
varios significados. Paráclito quiere decir esencialmente dos cosas: Consolador
y Abogado.
1.
El Paráclito es el Consolador. Todos nosotros, especialmente en los momentos
difíciles como el que estamos atravesando, por la pandemia, buscamos
consolaciones. Pero frecuentemente recurrimos sólo a las consolaciones
terrenas, que desaparecen pronto. Son consolaciones del momento.
Jesús nos ofrece hoy la
consolación del cielo, el Espíritu, el consolador perfecto. ¿Cuál es la diferencia?
Las consolaciones del mundo son como los analgésicos, que dan un alivio
momentáneo, pero no curan el mal profundo que llevamos dentro. Evaden,
distraen, pero no curan las raíces. Calman superficialmente, en el ámbito de
los sentidos y difícilmente del corazón.
Porque sólo quien nos hace sentir
amados tal y como somos da paz al corazón. El Espíritu Santo, el amor de Dios,
actúa así: «entra hasta el fondo del alma», pues como Espíritu obra en nuestro
espíritu. Visita lo más íntimo del corazón como «dulce huésped del alma»
(ibíd.). Es la ternura misma de Dios, que no nos deja solos; porque estar con
quien está solo es ya consolar.
Hermana, hermano, si adviertes la
oscuridad de la soledad, si llevas dentro un peso que sofoca la esperanza, si
tienes en el corazón una herida que quema, si no encuentras una salida, ábrete
al Espíritu Santo. Él, escribía san Buenaventura, «lleva mayor consolación
donde hay mayor tribulación, no como hace el mundo que en la prosperidad
consuela y adula, y en la adversidad se burla y condena» (Sermón en la octava
de la Ascensión).
Eso hace el mundo, eso hace sobre
todo el espíritu enemigo, el diablo. Primero nos halaga y nos hace sentir
invencibles, así actúa así el diablo: nos hace crecer la vanidad. Después nos
echa por tierra y nos hace sentir inadecuados. Juega con nosotros. Hace todo lo
posible para que caigamos, mientras que el Espíritu del Resucitado quiere
realzarnos.
Miremos a los Apóstoles: estaban
solos y perdidos, tenían las puertas cerradas, vivían en el temor y ante sus
ojos estaban todas sus debilidades y sus fracasos. Sus pecados. Habían renegado
de Jesucristo, todos. Los años pasados con Jesús no los habían cambiado.
Continuaban siendo los mismos.
Después recibieron el Espíritu y
todo cambió, los problemas y los defectos siguieron siendo los mismos, pero,
sin embargo, ya no los temían y tampoco temían a quienes les querían hacer
daño. Se sentían consolados interiormente y querían difundir la consolación de
Dios. Los que antes estaban atemorizados, ahora sólo temen no dar testimonio
del amor recibido. Jesús les había profetizado: «el Espíritu […] dará
testimonio de mí. Y también ustedes darán testimonio» (Jn 15,26-27).
Demos un paso adelante. También
nosotros estamos llamados a dar testimonio en el Espíritu Santo, a ser
paráclitos, consoladores. Sí, el Espíritu nos pide que demos forma a su
consolación. ¿Cómo? No con grandes discursos, sino haciéndonos próximos; no con
palabras de circunstancia, sino con la oración y la cercanía. Recordamos que la
cercanía, la compasión y la ternura es el estilo de Dios. Siempre.
El Paráclito dice a la Iglesia
que hoy es el tiempo de la consolación. Es el tiempo del gozoso anuncio del
Evangelio más que de la lucha contra el paganismo. Es el tiempo de llevar la
alegría del Resucitado, no de lamentarnos por el drama de la secularización. Es
el tiempo para derramar amor sobre el mundo, sin amoldarse a la mundanidad.
Es el tiempo de testimoniar la
misericordia más que de inculcar reglas y normas. ¡Es el tiempo del Paráclito!
Tiempo de la libertad del corazón en el Paráclito.
2. El Paráclito, además, es el
Abogado. En el contexto histórico de Jesús, el abogado no desarrollaba sus
funciones como hoy, más que hablar en lugar del imputado, normalmente estaba
junto a él y le sugería al oído los argumentos para defenderse. Así hace el
Paráclito, «el Espíritu de la Verdad» (v. 26), que no nos remplaza, sino que
nos defiende de las falsedades del mal inspirándonos pensamientos y
sentimientos.
Lo hace con delicadeza, sin
forzarnos. Se propone, pero no se impone. El espíritu de la falsedad, el
maligno, por el contrario, trata de obligarnos, quiere hacernos creer que
siempre estamos obligados a ceder a las sugestiones malignas y a las pulsiones
de los vicios. Intentemos ahora acoger tres sugerencias típicas del Paráclito,
de nuestro Abogado. Son tres antídotos básicos contra sendas tentaciones, hoy
difusas.
El primer consejo del Espíritu
Santo es “vive el presente”. El presente, no el pasado o el futuro. El
Paráclito afirma la primacía del hoy contra la tentación de paralizarnos por
las amarguras y las nostalgias del pasado, como también de concentrarnos en las
incertidumbres del mañana y dejarnos obsesionar por los temores del porvenir.
El Espíritu nos recuerda la gracia del presente. No hay otro tiempo mejor para
nosotros. Ahora, justo donde nos encontramos, es el momento único e irrepetible
para hacer el bien, para hacer de la vida un don. ¡Vivamos el presente!
Asimismo, el Paráclito aconseja:
“busca el todo”. El todo, no la parte. El Espíritu no plasma individuos
cerrados, sino que nos constituye como Iglesia en la multiforme variedad de
carismas, en una unidad que no es nunca uniformidad. El Paráclito afirma la
primacía del conjunto. Es en el conjunto, en la comunidad, donde el Espíritu
prefiere actuar y llevar la novedad.
Miremos a los Apóstoles. Eran muy
distintos. Entre ellos, por ejemplo, estaba Mateo, publicano que había colaborado
con los romanos, y Simón, llamado el Zelota, que se oponía a ellos. Había ideas
políticas opuestas, visiones del mundo muy diferentes. Pero cuando recibieron
el Espíritu aprendieron a no dar la primacía a sus puntos de vista humanos,
sino al todo de Dios.
Hoy, si escuchamos al Espíritu,
no nos centraremos en conservadores y progresistas, tradicionalistas e
innovadores, derecha e izquierda. No. Si estos son los criterios, quiere decir
que en la Iglesia se olvida el Espíritu. El Paráclito impulsa a la unidad, a la
concordia, a la armonía en la diversidad. Nos hace ver como partes del mismo
cuerpo, hermanos y hermanas entre nosotros. ¡Busquemos el todo! El enemigo
quiere que la diversidad se transforme en oposiciones, y por eso les hace
dirigirse hacia las ideologías. Decid no a las ideologías, sí al juntos.
Y finalmente, el tercer gran
consejo: “Pon a Dios antes que tu yo”. Es el paso decisivo de la vida
espiritual, que no es una serie de méritos y de obras nuestras, sino humilde
acogida de Dios. El Paráclito afirma el primado de la gracia. Sólo si nos
vaciamos de nosotros mismos dejamos espacio al Señor; sólo si nos abandonamos
en Él nos encontramos a nosotros mismos; sólo como pobres en el espíritu
seremos ricos de Espíritu Santo.
Esto vale también para la
Iglesia. No salvamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos con nuestras
propias fuerzas. Si ponemos en primer lugar nuestros proyectos, nuestras
estructuras y nuestros planes de reforma caeremos en el pragmatismo, en el
eficientismo, en el horizontalismo, y no daremos fruto.
Los “ismo” son ideologías que
dividen, que separan. La Iglesia no es una organización humana. Es humana, pero
no es solo una organización humana. La Iglesia es el templo del Espíritu Santo.
Jesús ha traído el fuego del Espíritu a la tierra y la Iglesia se reforma con
la unción de la gracia, con la fuerza de la oración, con la alegría de la
misión, con la belleza desarmante de la pobreza. ¡Pongamos a Dios en el primer
lugar!
Espíritu Santo, Espíritu
Paráclito, consuela nuestros corazones. Haznos misioneros de tu consolación,
paráclitos de misericordia para el mundo. Abogado nuestro, dulce consejero del
alma, haznos testigos del hoy de Dios, profetas de unidad para la Iglesia y la
humanidad, apóstoles fundados sobre tu gracia, que todo lo crea y todo lo
renueva.
Fuente: ACI Prensa