El Papa Francisco escribió el Mensaje para la 107ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado que se llevará a cabo el domingo 26 de septiembre de 2021 con el tema: “Hacia un nosotros cada vez más grande”.
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Imagen referencial. Papa Francisco con migrantes en 2016. Foto: Vatican Media |
A continuación, el mensaje del Papa Francisco para la 107ª
Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2021:
“Hacia un nosotros cada vez más grande”
Queridos hermanos y hermanas:
En la Carta encíclica Fratelli tutti expresé una
preocupación y un deseo que todavía ocupan un lugar importante en mi corazón:
«Pasada la crisis sanitaria, la peor reacción sería la de caer aún más en
una fiebre consumista y en nuevas formas de autopreservación egoísta. Ojalá
que al final ya no estén “los otros”, sino sólo un “nosotros”» (n. 35).
Por eso pensé en dedicar el mensaje para la 107.a Jornada
Mundial del Migrante y del Refugiado a este tema: “Hacia un nosotros cada
vez más grande”, queriendo así indicar un horizonte claro para nuestro camino
común en este mundo.
La historia del “nosotros”
Este horizonte está presente en el mismo proyecto creador
de Dios: «Dios creó al ser humano a su imagen, lo creó a imagen de Dios, los
creó varón y mujer. Dios los bendijo diciendo: “Sean fecundos y
multiplíquense”» (Gn 1,27-28). Dios nos creó varón y mujer, seres
diferentes y complementarios para formar juntos un nosotros destinado
a ser cada vez más grande, con el multiplicarse de las generaciones. Dios nos
creó a su imagen, a imagen de su ser uno y trino, comunión en la diversidad.
Y cuando, a causa de su desobediencia, el ser humano se
alejó de Dios, Él, en su misericordia, quiso ofrecer un camino de
reconciliación, no a los individuos, sino a un pueblo, a un nosotros destinado
a incluir a toda la familia humana, a todos los pueblos: «¡Esta es la morada de
Dios entre los hombres! Él habitará entre ellos, ellos serán su pueblo y
Dios mismo estará con ellos» (Ap 21,3).
La historia de la salvación ve, por tanto, un nosotros al
inicio y un nosotros al final, y en el centro, el misterio de Cristo,
muerto y resucitado para «que todos sean uno» (Jn 17,21). El tiempo
presente, sin embargo, nos muestra que el nosotros querido por Dios
está roto y fragmentado, herido y desfigurado. Y esto tiene lugar
especialmente en los momentos de mayor crisis, como ahora por la pandemia.
Los nacionalismos cerrados y agresivos (cf. Fratelli
tutti, 11) y el individualismo radical (cf. ibíd., 105) resquebrajan o
dividen el nosotros, tanto en el mundo como dentro de la Iglesia. Y el
precio más elevado lo pagan quienes más fácilmente pueden convertirse en
los otros: los extranjeros, los migrantes, los marginados, que habitan las
periferias existenciales.
En realidad, todos estamos en la misma barca y estamos
llamados a comprometernos para que no haya más muros que nos separen, que no
haya más otros, sino sólo un nosotros, grande como toda la
humanidad. Por eso, aprovecho la ocasión de esta Jornada para hacer un doble
llamamiento a caminar juntos hacia un nosotros cada vez más grande,
dirigiéndome ante todo a los fieles católicos y luego a todos los hombres y
mujeres del mundo.
Una Iglesia cada vez más católica
Para los miembros de la Iglesia católica este llamamiento
se traduce en un compromiso por ser cada vez más fieles a su ser católicos,
realizando lo que San Pablo recomendaba a la comunidad de Éfeso: «Uno solo es
el Cuerpo y uno solo el Espíritu, así como también una sola es la esperanza
a la que han sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,4-5).
En efecto, la catolicidad de la Iglesia, su universalidad,
es una realidad que pide ser acogida y vivida en cada época, según la
voluntad y la gracia del Señor que nos prometió estar siempre con nosotros,
hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,20). Su Espíritu nos hace capaces
de abrazar a todos para crear comunión en la diversidad, armonizando las
diferencias sin nunca imponer una uniformidad que despersonaliza.
En el encuentro con la diversidad de los extranjeros, de los
migrantes, de los refugiados y en el diálogo intercultural que puede surgir,
se nos da la oportunidad de crecer como Iglesia, de enriquecernos mutuamente.
Por eso, todo bautizado, dondequiera que se encuentre, es miembro de pleno
derecho de la comunidad eclesial local, miembro de la única Iglesia, residente
en la única casa, componente de la única familia.
Los fieles católicos están llamados a comprometerse, cada
uno a partir de la comunidad en la que vive, para que la Iglesia sea siempre
más inclusiva, siguiendo la misión que Jesucristo encomendó a los
Apóstoles: «Vayan y anuncien que está llegando el Reino de los cielos. Curen
a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien a los leprosos y expulsen a
los demonios. Lo que han recibido gratis, entréguenlo también gratis» (Mt 10,7-8).
Hoy la Iglesia está llamada a salir a las calles de las
periferias existenciales para curar a quien está herido y buscar a quien está
perdido, sin prejuicios o miedos, sin proselitismo, pero dispuesta a ensanchar
el espacio de su tienda para acoger a todos. Entre los habitantes de las
periferias encontraremos a muchos migrantes y refugiados, desplazados y
víctimas de la trata, a quienes el Señor quiere que se les manifieste su amor
y que se les anuncie su salvación.
«Los flujos migratorios contemporáneos constituyen una
nueva “frontera” misionera, una ocasión privilegiada para anunciar a
Jesucristo y su Evangelio sin moverse del propio ambiente, de dar un testimonio
concreto de la fe cristiana en la caridad y en el profundo respeto por otras
expresiones religiosas. El encuentro con los migrantes y refugiados de otras
confesiones y religiones es un terreno fértil para el desarrollo de un
diálogo ecuménico e interreligioso sincero y enriquecedor» (Discurso a los
Responsables Nacionales de la Pastoral de Migraciones, 22 de septiembre de
2017).
Un mundo cada vez más inclusivo
A todos los hombres y mujeres del mundo dirijo mi
llamamiento a caminar juntos hacia un nosotros cada vez más grande,
a recomponer la familia humana, para construir juntos nuestro futuro de
justicia y de paz, asegurando que nadie quede excluido.
El futuro de nuestras sociedades es un futuro “lleno de
color”, enriquecido por la diversidad y las relaciones interculturales. Por eso
debemos aprender hoy a vivir juntos, en armonía y paz. Me es particularmente
querida la imagen de los habitantes de Jerusalén que escuchan el anuncio de la
salvación el día del “bautismo” de la Iglesia, en Pentecostés,
inmediatamente después del descenso del Espíritu Santo: «Partos, medos y
elamitas, los que vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto y Asia,
Frigia y Panfilia, Egipto y la zona de Libia que limita con Cirene, los
peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes les oímos decir
en nuestros propios idiomas las grandezas de Dios» (Hch 2,9-11).
Es el ideal de la nueva Jerusalén (cf. Is 60; Ap 21,3),
donde todos los pueblos se encuentran unidos, en paz y concordia, celebrando la
bondad de Dios y las maravillas de la creación. Pero para alcanzar este ideal,
debemos esforzarnos todos para derribar los muros que nos separan y construir
puentes que favorezcan la cultura del encuentro, conscientes de la íntima
interconexión que existe entre nosotros. En esta perspectiva, las migraciones
contemporáneas nos brindan la oportunidad de superar nuestros miedos para
dejarnos enriquecer por la diversidad del don de cada uno. Entonces, si lo
queremos, podemos transformar las fronteras en lugares privilegiados de
encuentro, donde puede florecer el milagro de un nosotros cada vez
más grande.
Pido a todos los hombres y mujeres del mundo que hagan un
buen uso de los dones que el Señor nos ha confiado para conservar y hacer aún
más bella su creación. «Un hombre de familia noble viajó a un país lejano
para ser coronado rey y volver como tal. Entonces llamó a diez de sus
servidores y les distribuyó diez monedas de gran valor, ordenándoles: “Hagan
negocio con el dinero hasta que yo vuelva”» (Lc 19,12-13). ¡El Señor nos
pedirá cuentas de nuestras acciones! Pero para que a nuestra casa común se le
garantice el cuidado adecuado, tenemos que constituirnos en un nosotros cada
vez más grande, cada vez más corresponsable, con la firme convicción de que
el bien que hagamos al mundo lo hacemos a las generaciones presentes y futuras.
Se trata de un compromiso personal y colectivo, que se hace cargo de todos los
hermanos y hermanas que seguirán sufriendo mientras tratamos de lograr un
desarrollo más sostenible, equilibrado e inclusivo. Un compromiso que no hace
distinción entre autóctonos y extranjeros, entre residentes y huéspedes,
porque se trata de un tesoro común, de cuyo cuidado, así como de cuyos
beneficios, nadie debe quedar excluido.
El sueño comienza
El profeta Joel preanunció el futuro mesiánico como un
tiempo de sueños y de visiones inspiradas por el Espíritu: «derramaré mi
espíritu sobre todo ser humano; sus hijos e hijas profetizarán; sus ancianos
tendrán sueños, y sus jóvenes, visiones» (3,1). Estamos llamados a soñar
juntos. No debemos tener miedo de soñar y de hacerlo juntos como una sola
humanidad, como compañeros del mismo viaje, como hijos e hijas de esta misma
tierra que es nuestra casa común, todos hermanos y hermanas (cf. Fratelli
tutti, 8).
Oración
Te rogamos que concedas a todos los discípulos de Jesús y
a todas las personas de buena voluntad la gracia de cumplir tu voluntad en el
mundo.
Bendice cada gesto de acogida y de asistencia que sitúa nuevamente
a quien está en el exilio en el nosotros de la comunidad y de la
Iglesia, para que nuestra tierra pueda ser, tal y como Tú la creaste, la casa
común de todos los hermanos y hermanas. Amén.
Roma, San Juan de Letrán, 3 de mayo de 2021, Fiesta de los
santos apóstoles Felipe y Santiago.
Fuente: ACI Prensa