13 – Junio. XI Domingo del Tiempo Ordinario
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Y decía: «El reino de Dios se
parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se
levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La
tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después
el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la
siega». Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué
parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la
semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las
demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden
anidar a su sombra». Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra,
acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus
discípulos se lo explicaba todo en privado.
Comentario
Jesús tiene delante un gentío.
Probablemente, muchos de los que le escuchan son personas que trabajan el campo
y viven de sus frutos. Por eso, como leemos al final del pasaje, Jesús les
hablaba conforme podían entender.
Pero el Señor no solo quería
que entendieran desde el punto de vista intelectual: quería llenarlos
de ilusión por el mensaje que estaba intentando transmitir, para que captaran
que aquello que escuchaban estaba destinado a convertirse en vida.
¿Cuál es la ilusión de un
sembrador? Sin duda alguna, ver fructificar aquello que sembró. Por eso, Jesús
quiere sembrar en los que le escuchan el santo deseo de tener una vida fecunda.
Quiere sembrar en ellos deseos de santidad, de vivir una vida plena.
Es por eso que les insiste en que
la semilla nace y crece sin que el sembrador sepa cómo. El Señor nos
quiere recordar que nuestras obras, cuando las hacemos en unión con Dios,
cuando buscamos su gloria, nunca quedan estériles. El testimonio de la Sagrada
Escritura es unánime en ese sentido: cuando obramos por amor de Dios, siempre,
siempre hay fruto. “Mis elegidos no trabajarán en vano” (Isaías 65, 23); “Por
tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando
siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo no es vano en el
Señor” (1 Corintios 15, 58).
Porque uno de los grandes retos
de nuestra fe es ese: el paso del tiempo, la falta de brillo de nuestro trabajo
cotidiano, la aparente falta de avance en nuestra vida espiritual. Por eso
Jesús quiere animarnos a no desistir, a recordar que el Espíritu Santo actúa en
nuestra alma sin darnos cuenta y va haciendo fecunda nuestra vida sin que
nosotros sepamos cómo. Nuestra fe, tantas y tantas veces, habrá de traducirse
en una tenaz perseverancia: “por vuestra perseverancia salvareis vuestras
almas” (Lucas 21, 19).
Pero Jesús no se queda ahí:
quiere que demos fruto, pero un fruto abundante (cfr. Juan 15, 5). Por eso trae
a colación la imagen de la semilla de mostaza, que llega a hacerse la
mayor de las hortalizas y echa ramas grandes.
Para comprobar que esa invitación
del Señor es una realidad, basta fijarnos en la vida de los santos: tenemos
gran cantidad de ejemplos de vidas aparentemente sin brillo, que quizá pasaron
desapercibidas para sus contemporáneos, pero que dejaron una huella profunda y
unos frutos que duran todavía. ¿Acaso no nos seguimos alimentando de la
doctrina de san Agustín y de santo Tomás? ¿No seguimos deleitándonos con los
escritos de santa Teresa y de san Juan de la Cruz? ¿No nos sigue removiendo el
corazón el ejemplo de jóvenes valientes como los mártires san Tarsicio y santa
María Goretti? Ellos fueron como granos de mostaza: vidas que a los ojos de
muchos fueron insignificantes, pero que el día de hoy todavía permiten que
vengan muchos a anidar bajo su sombra.
Así pues, como en tantas
ocasiones, Jesús quiere animarnos a no tenerle miedo a la santidad. Dios Padre
es el labrador (cfr. Juan 15, 1) que quiere vernos tener una vida fecunda. Por
eso, este pasaje del evangelio puede ser una ocasión maravillosa para volver a
abrir de par en par la puerta de nuestro corazón al Espíritu Santo, que es
quien va llenando de valor eterno cada una de nuestras obras, incluso las más
prosaicas y cotidianas, si las hacemos con amor.
Basta pensar en la vida de Santa
María y de san José: dos semillas humildes que Dios quiso plantar en Nazaret,
que dieron, dan y darán fruto abundante por toda la eternidad, y a cuya sombra
se acoge toda la Iglesia universal.
Luis Miguel Bravo Álvarez
Fuente: Opus Dei