4 – Mayo. Viernes de la IX semana del Tiempo Ordinario
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| Evangeliza Fuerte |
Mientras enseñaba en el templo, Jesús preguntó: «¿Cómo
dicen los escribas que el Mesías es hijo de David? El mismo David, movido por
el Espíritu Santo, dice: “Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha, y
haré de tus enemigos estrado de tus pies”. Si el mismo David lo llama Señor, ¿cómo
puede ser hijo suyo?». Una muchedumbre numerosa le escuchaba a gusto.
Comentario
Ayer considerábamos
la respuesta de Jesús ante una pregunta que le formulaba un escriba acerca de
cuál era el primer mandamiento de la ley de Dios y cómo el Señor hacía
referencia al conocido Shemá Israel unido al deber con el
prójimo.
En el Evangelio de hoy, se recoge una enseñanza del Señor que
supone una gran ayuda para comprender mejor el misterio de su identidad.
A lo largo del Evangelio, Jesús
se ha ido revelando progresivamente a los hombres, por ejemplo, cuando San
Pedro le confesó como el Mesías (cfr. Mc 8,29) o cuando el ciego Bartimeo le
llamó el hijo de David misericordioso (cfr. Mc 10,47-48).
En el pasaje de hoy, Jesús enseña
a sus discípulos, aunque todavía de una forma velada, que esos títulos que le
atribuyen son correctos, pero todavía incompletos. Y es que es verdad que el
Señor es el Mesías, el Hijo de David esperado, el enviado de Dios, pero, antes
que nada,es Hijo de Dios.
Con la pregunta que formula el
Señor, quiere orientarles hacia la trascendencia y hacerles caer en la cuenta
de que el Mesías no era un simple hombre, sino alguien de naturaleza divina. Al
decir que David escribió el salmo que les cita (cfr. Sal 109), Jesús expone el
sentido mesiánico que tienen estas palabras: «dijo el Señor a mi Señor». Y es
que ese segundo «Señor» es el Mesías, e implícitamente Jesús se identifica con
él.
De esa manera, el carácter
misteriosamente trascendente del Mesías queda expresado por la paradoja de que
siendo hijo –entendido como descendiente de David–, sin embargo, éste le llama
su Señor, porque no solo es hijo de David, sino que, principalmente, es el Hijo
de Dios.
Pablo Erdozáin
Fuente: Opus Dei






