3 – Julio. Sábado. Santo Tomás apóstol
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Tomás, uno de los Doce, llamado
el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le
decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos
la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no
meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez
dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las
puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae
tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas
incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le
dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber
visto»
Comentario
Nos cuenta el evangelio de hoy
que Tomás no estaba con los demás Apóstoles cuando Jesús se les apareció por
primera vez el mismo día de su resurrección. Cuando regresa, no cree en el
testimonio jubiloso de quienes estaban allí: “Hemos visto al Señor”. Lo achaca
quizá a una experiencia interna o a un desvarío colectivo. Tomás exige algo más
que el testimonio apostólico y pide signos evidentes para creer y cambiar de
vida.
Al domingo siguiente, Jesús
volvió a mostrarse. “Quizá tú también escuches en este momento el reproche
dirigido a Tomás –escribió san Josemaría−: mete aquí tu dedo, y registra
mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino
fiel; y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel
grito: ¡Señor mío y Dios mío!, te reconozco definitivamente por Maestro, y
ya para siempre —con tu auxilio— voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré
en seguirlas con lealtad”[1].
Al contemplar esta escena del
Evangelio, “entrando en el misterio de Dios a través de las llagas –comenta el
Papa Francisco− (…) como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros,
devotos pero vacilantes, sino que nos convertimos también en verdaderos
enamorados del Señor”[2].
También podemos sentir como
dirigida a nosotros la última bienaventuranza que pronunció Jesús en la tierra,
provocada por el desconfiado Tomás: “Bienaventurados los que sin haber visto
hayan creído”.
La fe, la confianza en Dios, es
un don divino que necesitamos pedir con humildad: ¡auméntanos la fe! (cf. Lc
17,5). Es un regalo que hemos de cultivar y practicar con obras diarias, porque
“el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores
que éstas porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para
que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,12-14).
Por eso decía san Josemaría,
“Dios es el de siempre. −Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los
prodigios que leemos en la Santa Escritura”[3].
[1] San Josemaría, Amigos de Dios,
145.
[2] Papa Francisco, Homilía, Misa 2
Domingo de Pascua 2018.
[3] San Josemaría, Camino, 586.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei