30 – Julio. Viernes de la XVII semana del Tiempo
Ordinario
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Evangelio
según san Mateo 13, 54-58
Fue a su
ciudad y se puso a enseñar en su sinagoga. La gente decía admirada: «¿De dónde
saca este esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No
es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven
aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?». Y se
escandalizaban a causa de él. Jesús les dijo: «Solo en su tierra y en su casa
desprecian a un profeta». Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de
fe.
Comentario
Jesús vuelve a
su ciudad, a Nazaret. El lugar de su infancia y juventud. Donde aprendió de
José el oficio de artesano.
Es también el
lugar de la fe, la casa de María y de José. El lugar del mundo donde la palabra
se hizo carne, gracias a una mujer que se sumergió en el plan de Dios y a un
hombre que se atrevió a soñar los sueños de Dios.
Y es también
el lugar de la incredulidad. Jesús vuelve a su ciudad y se encuentra con unos
hombres y mujeres que no abren la puerta a su obra redentora, porque se quedan
clavados en un mirada estrecha, pequeña, limitada. Incapaces de ver en Jesús al
Hijo de Dios.
El pueblo
reconoce asombrado los prodigios de Jesús. “¿De dónde le viene a éste esa
sabiduría y esos poderes?”, se pregunta con admiración. Pero, a la vez,
encuadran a Jesús en su estrecho y pobre esquema, en su visión horizontal de la
vida: es el hijo de José y de María, uno de los nuestros, uno más.
No quieren ver
en Jesús al Hijo de Dios, al profeta que habla en nombre de Dios.
En cierto
modo, también nos puede pasar lo mismo al mirar nuestra vida. Para llegar a ser
nosotros mismos debemos descubrir en nuestra dimensión horizontal, en nuestra
vida diaria, nuestra verdadera identidad: somos hijos de Dios, llamados a
hablar en nombre de Dios.
Nuestras
relaciones familiares, nuestro trabajo, nuestras cualidades y talentos,
nuestras amistades, nuestra historia, no bastan para explicar quienes somos.
Necesitamos entrar en una dimensión vertical. Vivir en este mundo como lo que
realmente somos: hijos de Dios.
En nuestra familia,
en nuestros trabajos y quehaceres cotidianos, en nuestras amistades, allí donde
vivimos, somos hijos de Dios, hablamos en nombre de Dios, llenamos todo del
nombre de Dios, hacemos presente la mirada y la voz de Jesucristo.
Somos más de
lo que se ve a simple vista. Somos una obra maravillosa de Dios. En nuestra
vida, reluce todo el amor con el que Dios nos ha creado y toda la capacidad
nuestra para decirle cada día que sí.
Luis Cruz
Fuente: Opus
Dei






