La adhesión a Jesús puede vivirse sin obras sensacionales
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Respecto
al casi desconocido san Bartolomé, el papa Benedicto XVI ofreció una magnífica
catequesis en octubre de 2006:
En la serie de los Apóstoles llamados por Jesús durante su vida
terrena, hoy nuestra atención se centra en el apóstol Bartolomé.
En las antiguas listas de los Doce siempre aparece antes de Mateo,
mientras que varía el nombre de quien lo precede y que puede ser Felipe (cf. Mt 10, 3; Mc 3,
18; Lc 6, 14) o bien Tomás (cf. Hch 1, 13).
De Bartolomé no tenemos noticias relevantes; en efecto, su nombre
aparece siempre y solamente dentro de las listas de los Doce citadas
anteriormente y, por tanto, no se encuentra jamás en el centro de
ninguna narración.
Bartolomé y Natanael
Pero tradicionalmente se le identifica con Natanael: un
nombre que significa «Dios ha dado«. Este Natanael provenía de Caná
(cf. Jn 21, 2) y, por consiguiente, es
posible que haya sido testigo del gran «signo» realizado por Jesús en aquel
lugar (cf. Jn 2, 1-11).
La identificación de los dos personajes probablemente se deba al
hecho de que este Natanael, en la escena de vocación narrada por el evangelio de san Juan, está situado al lado de
Felipe, es decir, en el lugar que tiene Bartolomé en las listas de los
Apóstoles referidas por los otros evangelios.
A este Natanael Felipe le comunicó que había encontrado a «ese del que
escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, el de
Nazaret» (Jn 1, 45).
Como sabemos, Natanael le manifestó un prejuicio más bien
fuerte: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?« (Jn 1, 46).
Esta especie de contestación es, en cierto modo, importante para
nosotros. En efecto, nos permite ver que, según las expectativas judías, el
Mesías no podía provenir de una aldea tan oscura como era precisamente Nazaret
(véase también Jn 7, 42).
Pero, al mismo tiempo, pone de relieve la libertad
de Dios, que sorprende nuestras expectativas manifestándose precisamente allí
donde no nos lo esperaríamos.
Por otra parte, sabemos que en realidad Jesús no era
exclusivamente «de Nazaret», sino que había nacido en Belén (cf. Mt 2, 1; Lc 2,
4) y que, en último término, venía del cielo, del Padre que está en los cielos.
Ven y verás
La historia de Natanael nos sugiere otra reflexión: en nuestra
relación con Jesús no debemos contentarnos sólo con palabras. Felipe, en su
réplica, dirige a Natanael una invitación significativa: «Ven y lo
verás« (Jn 1, 46).
Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia
viva: el testimonio de
los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra
vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más
testigos.
Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en
una relación íntima y profunda con Jesús.
De
modo análogo los samaritanos, después de haber oído el testimonio de su
conciudadana, a la que Jesús había encontrado junto al pozo de Jacob, quisieron
hablar directamente con él y, después de ese coloquio, dijeron a la
mujer: «Ya
no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que este
es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn
4, 42).
El elogio de Jesús
Volviendo a la escena de vocación, el evangelista nos refiere que,
cuando Jesús ve a Natanael acercarse, exclama: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en
quien no hay engaño» (Jn 1,
47).
Se trata de un elogio que recuerda el texto de un salmo: «Dichoso el
hombre… en cuyo espíritu no hay fraude» (Sal 32,
2), pero que suscita la curiosidad de Natanael, que replica asombrado: «¿De qué me
conoces?» (Jn 1, 48).
La respuesta de Jesús no es inmediatamente comprensible. Le
dice: «Antes
de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de
la higuera, te vi» (Jn 1,
48).
No sabemos qué había sucedido bajo esa higuera. Es evidente que se
trata de un momento decisivo en la vida de Natanael.
Él se siente tocado en el corazón por estas palabras de Jesús, se
siente comprendido y llega a la conclusión: este hombre
sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo
fiarme realmente.
Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa,
diciendo: «Rabbí,
tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Jn 1, 49).
En ella se da un primer e importante paso en el itinerario de
adhesión a Jesús. Las palabras de Natanael presentan un doble aspecto
complementario de la identidad de Jesús: es reconocido tanto en su relación
especial con Dios Padre, de quien es Hijo unigénito, como en su relación con el
pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia del Mesías
esperado.
No debemos perder de vista jamás ninguno de estos dos componentes,
ya que si proclamamos solamente la dimensión celestial de Jesús, corremos el
riesgo de transformarlo en un ser etéreo y evanescente; y si, por el contrario,
reconocemos solamente su puesto concreto en la historia, terminamos por
descuidar la dimensión divina que propiamente lo distingue.
Su radio de expansión
Sobre la sucesiva actividad apostólica de Bartolomé-Natanael no
tenemos noticias precisas.
Según una información referida por el historiador Eusebio, en el
siglo IV, un tal Panteno habría encontrado incluso en la India signos
de la presencia de Bartolomé (cf. Hist.
eccl. V, 10, 3).
En la tradición posterior, a partir de la Edad Media, se impuso la
narración de su muerte desollado, que llegó a ser
muy popular.
Pensemos en la conocidísima escena del Juicio
final en la capilla Sixtina, en la que Miguel Ángel pintó a san
Bartolomé sosteniendo en la mano izquierda su propia piel, en la cual el
artista dejó su autorretrato.
Sus reliquias se veneran aquí, en Roma, en la iglesia dedicada a
él en la isla Tiberina, a donde las habría llevado el emperador alemán Otón III
en el año 983.
Concluyendo,
podemos decir que la figura de san Bartolomé, a pesar de la escasez de
informaciones sobre él, de todos modos sigue estando ante nosotros para
decirnos que la adhesión a Jesús puede vivirse y testimoniarse también sin
la realización de obras sensacionales.
Extraordinario es, y seguirá siéndolo, Jesús mismo, al que cada
uno de nosotros está llamado a consagrarle su vida y su muerte.
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