La fe infantil de Peter Wolfgang, líder profamilia, le sacó de los escepticismos
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| Foto: procesión en Fátima el 13 de mayo de 2021; Pedro Nunes/Reuters. |
El arraigo de la devoción a
la Virgen recibida de su abuela fue el anclaje firme para la fe de Peter
Wolfgang en las turbulencias de la vida. El desapego de hombres de Iglesia
a la voluntad expresa de Nuestra Señora fue lo que le hizo reaccionar.
Wolfgang, colaborador de distintas publicaciones católicas, es director
del Family
Institute of Connecticut, una organización de defensa de la familia como
fundamento de la sociedad, y recientemente compartió su historia en el Catholic Herald, en un artículo traducido por el portal
mariano Cari Filii:
Fátima me hizo volver de la
disidencia a la Iglesia
Mi abuela materna, que tenían
orígenes portugueses y estadounidenses, me enseñó desde que era niño a creer
en Jesús y en su Madre. Fue una educación religiosa típica. Me leía la Biblia de Oro de los Niños con tanta frecuencia que me
sabía las historias de memoria. Pero la mayoría de las veces me leía el Antiguo
Testamento, quizás preocupada por mi padre, que era judío.
Durante mi infancia en los años
70, mi padre judío y mi madre católica nos enviaron a mi hermano y a mí a la
escuela dominical de la congregación evangélica Iglesia del Nazareno. De ellos
aprendí la mayor parte de lo que supe entonces sobre Jesús. Soy el único
católico de nacimiento que conozco que creció memorizando la Biblia
del rey Jacobo.
Pero seguí siendo católico. La
razón es otra cosa en la que mi abuela insistía.
Una intensa devoción
Mi abuela me transmitió la intensa
devoción que sentía por la Virgen de Fátima. De las palabras de la Virgen a los
pastorcillos aprendí que el infierno era real. La vida importaba. La forma
en que vivíamos importaba. Aprendí que la Iglesia me decía la verdad cuando yo
no quería oírla. Aprendí que tanto el infierno como la posibilidad de
condenarse eran reales, pero también lo eran el amor y la misericordia de Dios.
Las dos cosas que más se me
quedaron grabadas de la devoción de mi abuela fueron el deseo de reparar,
como los pastorcillos de Fátima, por los pecadores, y el miedo al infierno.
Nunca llegué a imitar los heroicos esfuerzos de los niños de Fátima en favor de
los pecadores, pero sí rezaba la oración de reparación del Ángel de Portugal
todas las noches antes de irme a dormir.
En 1985, mis abuelos nos llevaron
a mi hermano y a mí a Portugal para conocer el país del que procedía
mi abuelo. Mi madre se reunió con nosotros a mitad del viaje y nos contó que
una buena amiga suya había sufrido una lesión cerebral gravísima en
un accidente de moto.
La siguiente parada de nuestro
viaje fue Fátima, donde algunos peregrinos se arrastraban hasta el santuario
para pedir a María que intercediera por una intención especial. Mi hermano
y yo lo hicimos pidiendo la curación de la amiga de nuestra madre: se
recuperó bastante y vivió otros catorce años.
Fue a partir de esta experiencia
con la Virgen de Fátima, a los 15 años, que comencé a rezar el rosario diariamente.
Más adelante necesitaría esa gracia, no solo para hacer frente a las luchas de
la adolescencia; mi fe pronto se vería desafiada desde el interior de la
propia Iglesia.
El viaje del Papa San Juan
Pablo II a los Estados Unidos en 1987 parece algo muy lejano, pero me dejó
un fuerte impacto. Fue la primera vez que conocí la cultura de la disidencia en
el catolicismo estadounidense. Las expresiones públicas de disidencia eran un
elemento cotidiano de la cobertura informativa. Criado en el catolicismo del
Viejo Mundo de mis abuelos, con devoción a la Virgen de Fátima, me resultaba
incomprensible que un católico -incluso un católico estadounidense- se
dirigiera al Papa como lo haría con un congresista, con una letanía de quejas y
una exigencia de que ajustara sus políticas en consecuencia. ¿Acaso no
conocían la diferencia entre la política democrática y la doctrina divina?
Pronto se creó un grupo de
jóvenes en mi parroquia y mi yo de 17 años cayó bajo la influencia del responsable
de la pastoral juvenil. Era un tipo carismático, un activista demócrata
que disentía de la doctrina católica en todos los temas habituales,
excepto en el del aborto. Al finales de ese año yo también era un disidente.
Siempre ese conflicto interno
Pero cuando llegó mi turno, quise
hablar del Cielo, el Infierno y el Purgatorio. Dirigí un debate sobre cómo
las decisiones que tomamos en este mundo, nuestros pecados personales,
pueden tener consecuencias eternas. Mis compañeros, adolescentes como yo,
habían sido catequizados por las inadecuadas clases de la Confraternidad de la Doctrina Cristiana de los años 70
y 80. Pero, a diferencia de mí, no sabían nada sobre Nuestra Señora de Fátima.
Parecía que oían hablar por primera vez sobre la posibilidad de la
condenación eterna.
El responsable de pastoral
juvenil, claramente incómodo con el tema, les aseguró que no tenían nada que
temer. Dios los amaba y todos iban a ir al Cielo. El mensaje de Fátima había
quedado obsoleto, ahora lo sabíamos. (Era profesor en el instituto católico
local; más tarde abandonó la Iglesia para convertirse en ministro protestante
de una comunidad congregacional.)
La experiencia me dejó
confundido. Él era la autoridad adulta y su camino parecía más fácil.
Pero ¿qué pasa con Fátima? ¿Se
equivocó la Virgen?
En la universidad gravité hacia
la ortodoxia católica, en la línea de la New Oxford Review.
Era volver a la fe de mi abuela combinada con tesoros intelectuales que
desconocía por completo. Pero al graduarme volví a caer bajo el influjo de un
disidente, el sacerdote que describí en el artículo Los fallos y las sorprendentes virtudes de los sacerdotes del
Vaticano II.
La suya era una ambigüedad que
rayaba la disidencia. Por lo general, no lo decía directamente. La
disidencia era más bien lo que no decía. Los artículos del National
Catholic Reporter [publicación católica de corte progresista] y
de America [revista jesuita estadounidense] eran temas
habituales en las discusiones parroquiales. Se animaba a la gente a asistir a
las conferencias de Call to Action [organización católica también de
orientación mundanizante].
Bajo su influencia, me sumergí en
la cultura de la disidencia. Pero ahí, de nuevo, estaba ese conflicto
interno. Seguía siendo el niño que aprendió la devoción a la Virgen de Fátima
de su abuela. Cuando tenía alrededor de 25 años, no pude ya resistir ese
conflicto.
Lo que la Virgen de Fátima nos
mostró
Regresé al catolicismo ortodoxo.
Las revistas y los libros fieles eran mucho más persuasivos que el Reporter y América.
La ruptura final se produjo
cuando mi novia -ahora esposa-, que entonces era atea, decidió convertirse
al catolicismo e hizo los cursos de RICA [Rito de Iniciación Cristiana para
Adultos] en mi parroquia. Su catequista dijo en una clase que el diablo no es
una persona real y que nuestras oraciones no tienen ningún efecto sobre las
almas de los muertos. Fue la gota que colmó el vaso: eso no es lo que nos había
enseñado la Virgen de Fátima, ese no era el catolicismo que había
aprendido de mi abuela. Mi disidencia llegó a su fin.
Cuando nada menos que la
mismísima Madre de Dios baja del Cielo, te dice que reces el rosario, da
instrucciones específicas para el Papa, hace predicciones sobre acontecimientos
mundiales que luego se cumplen -y se las hace a tres niños pequeños que no
tienen ni idea de lo que están hablando-, y luego hace un milagro que es
presenciado por 70.000 personas y del que se hacen eco los periódicos ateos,
entonces hay que prestar atención. Y las verdades del catolicismo no
pueden ser negadas, especialmente por los disidentes católicos a quienes les
gustaría eliminar las partes que les incomodan.
El catolicismo es algo real,
concreto. No es tu amigo invisible. No es algo que te inventas sobre la
marcha para calmar tu angustia. El catolicismo es algo que está fuera de ti,
que te desafía. Te pone una meta que, si te descuidas, puedes no alcanzar.
Pero ahí está tu necesidad de la misericordia de Dios, y de tener fe.
Fue Nuestra Señora de Fátima
quien me guió de vuelta a mi fe; quien, de hecho, salvó mi fe, mostrando a los
niños el Infierno. Gracias, María.
Traducción de Elena Faccia Serrano para
el portal mariano Cari Filii.
Fuente: ReL






