Custodiar el bien no significa repetir el pasado, sino abrirse a la novedad sin desarraigarse
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Aciprensa |
El Papa Francisco sostuvo ayer en la
mañana, en la ciudad de Bratislava (Eslovaquia), un encuentro con las
autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático en el jardín del Palacio
Presidencial. En su discurso explicó que “custodiar el bien no significa repetir
el pasado, sino abrirse a la novedad sin desarraigarse”.
A continuación el texto completo del discurso del
Santo Padre:
Esta historia llama a Eslovaquia a ser un mensaje de
paz en el corazón de Europa. Es lo que sugiere la gran franja azul de su
bandera, que simboliza la fraternidad con los pueblos eslavos. Fraternidad es
lo que necesitamos para promover una integración cada vez más necesaria. Esta
urge ahora, en un momento en el que, después de durísimos meses de pandemia, se
plantea, junto a muchas dificultades, una anhelada reactivación económica, favorecida
por los planes de recuperación de la Unión Europea. Todavía se puede correr el
riesgo de dejarse arrastrar por la prisa y la seducción de las ganancias,
generando una euforia pasajera que, más que unir, divide. Además, la sola
recuperación económica no es suficiente en un mundo donde todos estamos
conectados, donde todos habitamos una tierra media. Que este país, mientras en
varios frentes siguen luchas por la supremacía, reafirme su mensaje de
integración y de paz, y Europa se distinga por una solidaridad que, atravesando
las fronteras, pueda volver a llevarla al centro de la historia.
La historia eslovaca está marcada de manera indeleble
por la fe. Deseo que ésta ayude a alimentar de modo connatural propósitos y
sentimientos de fraternidad. Pueden inspirarse en las grandiosas vidas de los
santos hermanos Cirilo y Metodio. Ellos difundieron el Evangelio cuando los
cristianos del continente estaban unidos; y todavía hoy unen las confesiones de
esta tierra. Eran reconocidos por todos y buscaban la comunión con todos:
eslavos, griegos y latinos. La solidez de su fe se traducía así en una apertura
espontánea. Es un legado que ustedes están llamados a recoger, para ser también
en este tiempo un signo de unidad.
Queridos amigos, que esta vocación a la fraternidad no
desaparezca nunca de sus corazones, sino que acompañe siempre la simpática
autenticidad que los caracteriza. Ustedes saben reservar gran atención a la
hospitalidad. Me sorprenden las expresiones típicas de la acogida eslava, que
ofrece a los visitantes el pan y la sal. Y quisiera ahora inspirarme en estos
dones sencillos y preciosos, impregnados de Evangelio.
El pan, elegido por Dios para hacerse presente entre
nosotros, es esencial. La Escritura invita a no acumularlo, sino a compartirlo.
El pan del que habla el Evangelio siempre se parte. Es un fuerte mensaje para
nuestra vida cotidiana; nos dice que la riqueza verdadera no consiste tanto en
multiplicar cuanto se tiene, sino en compartirlo equitativamente con quien
tenemos a nuestro alrededor. El pan, que partiéndose evoca la fragilidad,
invita en particular a hacerse cargo de los más débiles. Que nadie sea
estigmatizado o discriminado. La mirada cristiana no ve en los más frágiles una
carga o un problema, sino hermanos y hermanas a quienes acompañar y cuidar.
El pan partido y compartido equitativamente recuerda
la importancia de la justicia, de dar a cada uno la oportunidad de realizarse.
Es necesario esforzarse para construir un futuro en el que las leyes se
apliquen a todos por igual, sobre la base de una justicia que no esté nunca en
venta. Y para que la justicia no permanezca como una idea abstracta, sino que
sea concreta como el pan, es necesario emprender una seria lucha contra la
corrupción y que ante todo se fomente e imponga la legalidad.
Además, el pan se une inseparablemente a un adjetivo:
cotidiano (cf. Mt 6,11). El pan de cada jornada es el trabajo, que ocupa gran
parte de ella. Del mismo modo que sin pan no hay nutrición, sin trabajo no hay
dignidad. En la base de una sociedad justa y fraterna rige el derecho de que a
cada uno se le conceda el pan del trabajo, para que nadie se sienta marginado y
se vea obligado a dejar la familia y la tierra de origen en busca de mejores
oportunidades.
«Ustedes son la sal de la tierra» (Mt 5,13). La sal es el primer símbolo que Jesús emplea enseñando a sus discípulos. Esta, en primer lugar, da gusto a los alimentos, y lleva a pensar en ese sabor sin el cual la vida se vuelve insípida. No bastan ciertamente estructuras organizadas y eficientes para hacer buena la convivencia humana, se necesita sabor, se necesita el sabor de la solidaridad. Y como la sal sólo da sabor disolviéndose, así la sociedad encuentra gusto a través de la generosidad gratuita de quien se entrega por los demás.
Es hermoso que a los jóvenes, en particular, se los
motive en este sentido, para que se sientan protagonistas del futuro del país y
lo tomen en serio, enriqueciendo con sus sueños y su creatividad la historia
que los ha precedido. No hay renovación sin los jóvenes, que a menudo son
engañados por un espíritu consumista que marchita la existencia. Muchos,
demasiados en Europa se arrastran en el cansancio y la frustración, estresados
por ritmos de vida frenéticos y sin saber cómo encontrar motivaciones y
esperanza. El ingrediente que falta es el cuidado por los demás. Sentirse
responsables de alguien da gusto a la vida y permite descubrir que lo que damos
es en realidad un don que nos hacemos a nosotros mismos.
La sal, en los tiempos de Cristo, además de dar sabor, servía para conservar los alimentos, preservándolos del deterioro. Me gustaría que nunca dejen que los fragantes sabores de sus mejores tradiciones se estropeen por la superficialidad del consumo y las ganancias materiales. Y mucho menos de los colonialismos ideológicos.
En esta tierra, hasta hace algunos decenios, un pensamiento único coartaba la libertad; hoy otro pensamiento único la vacía de sentido, reconduciendo el progreso al beneficio y los derechos sólo a las necesidades individualistas. Hoy, como entonces, la sal de la fe no es una respuesta según el mundo, no está en el ardor de llevar a cabo guerras culturales, sino en la siembra humilde y paciente del Reino de Dios, principalmente con el testimonio de la caridad.
Vuestra Constitución
menciona el deseo de edificar el país sobre la herencia de los santos Cirilo y
Metodio, patronos de Europa. Ellos, sin imposiciones y sin coacciones,
fecundaron la cultura con el Evangelio, generando procesos beneficiosos. Es
esta la senda, no la lucha por la conquista de espacios y de relevancia, sino
el camino que indican los santos, el camino de las Bienaventuranzas. De allí,
de las Bienaventuranzas, surge la visión cristiana de la sociedad.
Los santos Cirilo y Metodio también han mostrado que
custodiar el bien no significa repetir el pasado, sino abrirse a la novedad sin
desarraigarse. Vuestra historia cuenta con muchos escritores, poetas y hombres
de cultura que han sido la sal del país. Y como la sal quema sobre las heridas,
así sus vidas han pasado con frecuencia a través del crisol del sufrimiento.
Cuántas personas ilustres fueron encerradas en la cárcel, permaneciendo libres
interiormente y ofreciendo luminosos ejemplos de valentía, coherencia y
resistencia a la injusticia. Y sobre todo de perdón. Esta es la sal de vuestra
tierra.
La pandemia, en cambio, es el crisol de nuestro tiempo. Esta nos ha mostrado que es muy fácil, a pesar de estar todos en la misma situación, disgregarse y pensar solamente en uno mismo. Volvamos a comenzar reconociendo que todos somos frágiles y necesitados de los demás. Ninguno puede aislarse, ya sea como individuo o como nación. Acojamos esta crisis como un «llamado a repensar nuestros estilos de vida» (Carta enc. Fratelli tutti, 33).
No sirve recriminar el pasado, es necesario ponerse manos
a la obra para construir juntos el futuro. Me gustaría que lo hicieran con la
mirada dirigida hacia lo alto, como cuando miran sus espléndidos montes Tatras.
Allí, entre los bosques y las cumbres que señalan el cielo, Dios parece más
cercano y la creación se revela como la casa intacta que durante siglos ha
acogido tantas generaciones. Sus montes conectan cimas y paisajes variados en
una cadena única, y trascienden los límites del país para unir en la belleza
pueblos diversos. Cultiven esta belleza, la belleza del conjunto. Esto requiere
paciencia y esfuerzo, valentía e intercambio, entusiasmo y creatividad. Pero es
la obra humana que el cielo bendice. Que Dios los bendiga, que bendiga esta
tierra. Nech Boh žehná Slovensko! [¡Que Dios bendiga a Eslovaquia!]
Fuente: ACI Prensa