Es en lo más sencillo donde Dios deja su mensaje y encaja perfectamente, solo basta conservar la infancia espiritual para ser llevado al cielo
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Dicen
que en Fátima María se hizo presente a unos pastorcillos. Unos niños que sólo
sabían cuidar ovejas y mirar al cielo.
Ante ellos Ella se apareció en un campo,
entre los árboles. Y los miró conmovida, emocionada, al ver su
alma tan pura, tan de Dios, tan vacía de orgullos y egoísmos, tan llena de
risas y alegría.
Por eso hoy, al recorrer esta tierra de María, siento que el
corazón se ensancha y se vuelve como el de los pastorcillos.
Ellos guardaban en su interior el color del cielo, el olor de la
tierra mojada y fecunda y la música tranquila que calma el corazón.
Al
recorrer sus mismos pasos siento que puedo decirle que sí a Dios como
lo hicieron ellos, en medio de los árboles, donde María se
eleva y me mira de nuevo.
Como cada vez que llego a Ella al final de mi camino.
La tierra y el cielo en
Fátima
Me gusta el olor a tierra de Fátima,
el olor a lluvia y a oveja, el olor a campo y a explanada de peregrinos.
Me
alegra volver a ver que es en lo más sencillo donde Dios deja su
mensaje y encaja perfectamente.
Ha revelado estas cosas a los pobres e ignorantes, no a los sabios
engreídos. En las manos de unos niños enamorados de la vida quiso María poner
su morada. Como Dios un día puso morada en el vientre puro de María.
Esos pastorcillos vivían cada hora con intensidad y reían, rezaban
y jugaban. Unían todo en sus almas sanas y puras. Y querían ser santos.
Eran sólo unos niños que pretendían lo
imposible, llegar al cielo y ser amigos de Jesús para siempre, pasar las horas
a su lado, alimentarse de su presencia.
Y entonces el cielo, en medio de nubes
y claros, descendió hasta ellos.
Niños confiados
Bendita locura de los niños que ven más
que los adultos. Por su mirada, por su fe se abrió una puerta
inmensa que sigue llevando hoy a lo más alto.
Bendita inocencia que me hace desear ser
más inocente. Ellos, incapaces de dar testimonio de ellos mismos, se dejaron
hacer por Dios y anunciaron las glorias de María, siendo sólo niños.
Esa pretensión que sólo tienen los que no
conocen las dificultades del camino y confían ciegamente sin temer la vida se
hizo realidad en esta tierra oculta entre valles y montes, entre ovejas.
Así suele ser siempre con los que
son pequeños y caen una y mil veces en el camino. Esos
pequeños que siguen creyendo que pueden ser santos cuando sus obras no son
suficientes.
Me siento como ellos, pequeño, incapaz de
subir la montaña y asaltar el cielo. Siento que soy niño muy dentro, aunque
finjo ser adulto y prudente.
De rodillas ante María
Pero cuando caigo vivo la misma
torpeza de los niños y lloro por dentro, más por orgullo por haber fallado,
que porque sienta que ha causado heridas a alguien. Es tanta la vanidad y tanto
el orgullo.
Me siento como esos pastorcillos que se
arrodillan emocionados ante María queriendo abrir el cielo con
las manos, haciendo palanca con el alma.
Empujando con su ingenuidad,
esa misma que yo tantas veces he perdido. Pretendo agarrarme al cielo a
fuerza de golpes de voluntad, deseo inútilmente lo imposible.
Miro a María subida a su árbol, en mi
campo de ovejas, allí donde me siento niño de nuevo y me arrodillo
entre lágrimas, escuchando el canto que me eleva, el de los niños alabando a
María.
¿Realmente amo o busco mi interés?
Y creo que puedo abrazar la cima con mis brazos tan pequeños. Y
creo que puedo amar a tantos cuando soy tan torpe para amar a algunos.
Me veo tan egoísta en todo lo que
busco… Yo visto de deseo de Dios lo que son sólo mis pretensiones.
Digo que estoy siendo generoso, mientras peco de egoísmo. Es más
bien mi deseo el que se impone dentro de mis luchas, lo reconozco.
Una y otra vez siento que mi aparente entrega es búsqueda de
reconocimiento, de aplauso y aceptación por parte de los hombres, más que de
Dios mismo.
¿Cuánto tengo que hacer para que el
mundo me ame sin pausa, sin descanso?
¿Cómo de perfecto he de ser para que los demás sigan queriendo
imitar mi perfección? ¡Qué tontería pensar que la perfección es lo que el mundo
persigue! Es mentira.
El mundo busca lo contrario a lo que
vive. Y se frustra con su propio pecado exigiéndoles a los demás que
den la talla.
Pero me canso de pretender ser
perfecto, no puedo y Dios no lo quiere.
Infancia
espiritual, en brazos de María
Por eso hoy vuelvo a mirar a María en
Fátima conmovido. Escuchando la voz de los niños que se entregan, sin pedir
nada, sin exigir nada.
Me uno a la voz de los pastorcillos que se
eleva como un canto. Esos pastorcillos que querían tocar el cielo con sus manos
tan frágiles.
El Ángel les dio la vida, la paz, a Jesús
mismo hecho carne para el camino. No importaba tanto ser intachables en su
moral.
Lo importante era vivir de tal
manera que no perdieran nunca sus ojos de niño. Es tan sólo eso lo que
basta para ser llevado al cielo.
No perder nunca el tamaño de los niños y dejar que María me eleve, me tome en sus
brazos rumbo al cielo, peso muy poco.
Y así, cobijado en sus brazos de
Madre, seguro en mi abandono, me presento ante Dios.
Desprovisto de méritos, mi alma manchada,
muchos sueños rotos, muchas heridas en el alma.
Me presento con mi ropa de niño sucia y
gastada, he corrido mucho jugando en la vida. He vivido la vida sin miedo,
sufriendo tantas caídas.
Sigo cuidando mis ovejas, no me pide Dios
que haga otra cosa en medio de mi valle, de mi campo y de mis árboles.
Me pide que confíe y sonría, mientras mi
alma canta. Y la paz se instala dentro de mí. Ya sólo quiero estar con
Jesús y ser su amigo, como ellos.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia