La vida anclada en corazones asciende de forma más liviana hacia el cielo...
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Cuesta
aceptar la soledad no deseada y abrazar las dificultades que la vida pone ante
mis pasos.
Mi corazón no quiere lo que duele, no busca lo
que da miedo, no sueña lo que no me alegra.
Y me enojo con ese Dios que no hace realidad ni mis planes, ni mis
anhelos. Y se lo he pedido tantas veces. Una vida concreta, unos sueños
precisos, un lugar fuera de mí que llegara a ser mío.
He querido atar los mares para navegar mi rumbo sin temer las
tormentas. He intentado detener las estrellas en medio de mi firmamento para
alumbrar mis pasos.
He pretendido hacer la vida a la
medida de mis abrazos cuando los abro mirando el universo.
Y siento el dolor cuando vivo lo que no he elegido o
sufro lo que nunca he querido. Cuando me hiere el desamor o
el desprecio y
el abandono se
adentra en mis entrañas, rompiendo mi carne.
Tengo la huella de Dios
Tengo sobre la piel la marca de un amor infinito.
No sé cómo ese Dios contra el que me rebelo me dejó su beso en
algún momento. Cuando nací solo y sufrí al cruzar el vértigo que separa el
útero materno de la tierra desangelada que hoy habito.
Y en
ese saltar a la vida sin previo aviso una mano silenciosa y sagrada sostuvo mi
miedo más íntimo y me mostró un horizonte más amplio ante mis ojos.
Entre lágrimas me abrí paso hacia la vida y esperé un abrazo
infinito, en manos de madre.
Ella sostuvo temblando los primeros momentos de la vida que no era
un derecho, siempre fue un don inmerecido.
Y así me sigue costando la vida cuando experimento el abandono, la
renuncia o la pérdida. Esa soledad no deseada mirando al mar.
Llamados a la comunión
Aun
así me resisto a aceptar que mi vocación sea la soledad, es todo lo contrario.
Como comentaba Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio:
«Uno no es sin la suma de sus hermanos.
Somos un solo cuerpo en Cristo Jesús. Mirad cómo se aman. La comunión es
misión. Querernos es una bomba para este mundo frío y
solitario».
El que ama nunca está solo. El que se
abre a su hermano y forja un vínculo, alza la mano, arriesga un
paso en
busca de una intimidad que provoca tensión, o miedo a un
rechazo que el alma no desea.
Una amistad desde Dios que me hace luz
y fuego enmedio del frío de las noches.
Y me lanza al vacío que viven tantos
que amándose se sienten solos, entregando sus vidas tocan la frialdad de
no sentirse escuchados, ni amados.
Y desean ser queridos por alguien que no quiera cambiarlos y los
acepte en su originalidad.
Sueñan con
tocar el amor en su corta vida, un amor eterno. Un amor
distinto al mío, sin mis pretensiones, sin mis prejuicios.
El amor lo cambia todo
Leía
el otro día:
«Llevaba
treinta y cinco años sintiéndome solo en este planeta, y un buen día tú
apareces de la nada y de repente lo entiendo. – ¿Qué es lo que entiendes? Hizo
un gesto de negación y se encogió levemente de hombros. – El amor».
Lucinda Riley, La hermana
tormenta, Las Siete Hermanas 2, La historia de Ally
El encuentro humano provoca un cambio en
mi alma que me
abre a mi hermano.
Saberme amado de
repente, súbitamente, cuando menos lo esperaba lo cambia todo a
mi alrededor.
Y entonces mi historia cobra un sentido. Y se abre una puerta que
yo mismo antes cerraba por miedo, por angustia, atando los cabos sueltos de mi
pasado.
Es esa la puerta sagrada que vela mi alma para que no se exponga
nunca al rechazo, ni al olvido de nadie.
Y entonces, al verme amado en mi verdad, tal como soy,
la soledad estalla en mil pedazos.
El que ama nunca está solo
No
está nunca solo el que ama, el que se vincula rompiendo sus temores, el que sale de
sí mismo venciendo su prudencia y pudor.
El que se expone en su verdad sin temer el abandono. El que ama y
se ha sabido amado antes por Dios, por alguien, por un amor humano limitado y
pobre que refleja vagamente el amor eterno de Dios en su vida.
Puede amar aquel que tiene su amor más
seguro en ese Dios que camina a su lado.
Nada lo perturba porque
de esa forma ya
no siente que la vida se pueda perder en medio de tantos pasos
dados por los caminos.
Y así ya no estoy solo aunque esté solo o acompañado de extraños o
conocidos. Ya nunca camino solo aunque el silencio me aturda los oídos.
Ya nunca estaré solo, ni en la hora de mi muerte porque
la mano de Dios sostendrá mis tímidos pasos.
Incluso cuando camine cansado al borde del abismo. El amor es más
fuerte y la
vida anclada en corazones asciende de forma más liviana hacia el cielo.
Quiero besar la soledad que habito. Porque en
ella me hago hombre, hijo, hermano, padre. En ella soy más de Dios y más de los
hombres.
Beso esa soledad que todo hombre vive, sea cual sea su camino y
comparta sus pasos con quien los comparta.
Pero cuando vivo la soledad entrelazada en gestos de amor todo
cambia. No son mis planes los que me definen, sino mi sí alegre
y fiel al camino que Dios me señala. En Él encuentro la paz y sonrío.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia





