6 – Febrero. V Domingo del Tiempo Ordinario
Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Lucas 5, 1-11
Una vez que la gente se agolpaba
en torno a él para oír la palabra de Dios, estando él de pie junto al lago de
Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que
habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las
barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde
la barca, sentado, enseñaba a la gente.
Cuando acabó de hablar, dijo a
Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca». Respondió
Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido
nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra,
hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a
reventarse.
Comentario
Según el relato de san Lucas,
Jesús conocía a Simón desde poco antes. Se había alojado en su casa y había
curado a su suegra, que tenía fiebre[1]. Ahora,
cuando Jesús está predicando en el puerto de Cafarnaún, se toma la confianza de
subirse a la barca de Simón, e incluso le pide que deje lo que tiene entre
manos (estaba lavando las redes), y la separe un poco de la orilla. Simón
estaba cansado y desanimado porque, después de una noche de duro trabajo, no
había pescado nada, pero lo hace sin quejarse.
Cuando Jesús termina de hablar,
todavía le pide algo más, muy exigente en esas circunstancias: Guía mar
adentro, y echad vuestras redes para la pesca. También ahora Simón obedece, sin
ganas, y comprueba asombrado que sus pobres redes se llenan con una cantidad
enorme de peces. ¡Cuántas veces sucede lo mismo en nuestra vida, cuando
escuchamos lo que Jesús nos dice, y lo hacemos!
La escena es muy actual. También
ahora, sin dar mayor importancia al cansancio y a la aparente infecundidad del
esfuerzo de los suyos, Jesús repite a cada cristiano la misma petición: ¡mar
adentro! “También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los
Apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para
conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la
vida verdadera”[2].
“Esta es la lógica que guía la
misión de Jesús y la misión de la Iglesia: ir a buscar, “pescar” a los hombres
y las mujeres […] para restituir a todos la plena dignidad y libertad, mediante
el perdón de los pecados. Esto es lo esencial del cristianismo: difundir el
amor regenerante y gratuito de Dios, con actitud de acogida y de misericordia
hacia todos, para que cada uno puede encontrar la ternura de Dios y tener
plenitud de vida”[3].
Jesús prepara poco a poco a Simón
para la llamada. Sobre la base de una amistad que construye día a día, pone a
prueba su generosidad, y su amigo va comprobando con los hechos que, al final,
el Señor es más generoso, y da mucho más de lo que pide. Al arrastrar las redes
repletas de peces, queda asombrado y sobrecogido. Reconoce el poder de Dios,
que actúa a través de la palabra de Jesús, y este encuentro directo con el Dios
vivo, que es capaz de realizar tal prodigio valiéndose de lo poco que puede
aportar un pobre hombre, le impresiona profundamente.
Simón tiene miedo, pero Jesús le
quita dramatismo a la situación, lo invita a una gran aventura, y le pide una
entrega total, un seguimiento sin condiciones. La respuesta de Simón y de los
que estaban con él no se hizo esperar: dejadas todas las cosas, le
siguieron. “Antes de ser apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La
misma profesión que antes, después. ¿Qué cambia entonces? Cambia que en el alma
— porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro — se
presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio”[4].
Lo que sucedió con aquellos
hombres es algo singular pero muy representativo de la llamada que Dios hace a
cada uno, con particular claridad en algunos momentos de la vida, para que
descubra aquello para lo que ha sido hecho y en donde encontrará la felicidad.
La vocación es una llamada divina. El hombre no la diseña, sino que la descubre
cuando da una respuesta positiva a la propuesta que el Señor le hace.
La experiencia de las propias limitaciones y de la personal debilidad no es obstáculo alguno. Simón Pedro era consciente de todo eso y, a pesar del miedo inicial, no dudó en seguir a Jesús. También ahora, como sucedió con él, la fuerza de Dios suple nuestras pobres condiciones, siempre que confiemos en el poder de su misericordia y en la acción de la gracia divina que nos transforma y renueva.
[1] Lc 4,38-39.[2] Benedicto XVI, Homilía en el comienzo del Pontificado, 24.IV.05.
[3] Francisco, Angelus, 7.II.16.
[4] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 264-265.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei