13 – Marzo. II Domingo de Cuaresma
| Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Lucas 9,
28b-36
Tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía lo que decía.
Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Después de oírse la voz, se
encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron
a nadie nada de lo que habían visto.
Comentario
Este segundo domingo de Cuaresma
nos presenta una de las páginas más bellas y reveladoras de la Sagrada Escritura:
la Transfiguración de Jesús. En un monte alto, el Señor mostró su gloria a los
tres discípulos más íntimos con el fin de prepararlos para la inminente Pasión.
Se cumplía así el anuncio hecho días antes: “Os aseguro de verdad que hay
algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean el Reino
de Dios” (Lucas 9, 27). Lucas señala con intención que todo sucedió “mientras
Jesús oraba”.
Esta “aparición pascual
anticipada”, como la llama el Papa Francisco[1], supera las barreras de tiempo
y espacio y está cargada de significado teológico. El apóstol Pedro explicaba a
los primeros cristianos: “Nosotros hemos sido testigos oculares de su majestad.
En efecto, él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la suprema
gloria le dirigió esta voz: "Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis
complacencias". Y esta voz venida del cielo la oímos nosotros estando con
él en el monte santo” (2 Pedro 1,16-18).
El monte representa en la Biblia
la cercanía con Dios. Allí Moisés y Elías tuvieron coloquios íntimos con el
Señor (cfr. Éxodo 24 y 1 Reyes 19). Ambos personajes aparecen ahora gloriosos y
hablando con Jesús de su salida (éxodo) en Jerusalén. Representan la Ley y los
Profetas, que anuncian el misterio de la Pasión y la Resurrección del Mesías,
como explicará Jesús resucitado a los discípulos de Emaús (cfr. Lucas 24,1ss).
En el pasaje se revela además “toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en
el hombre, el Espíritu en la nube luminosa"[2].
No obstante, la enseñanza más
importante se condensa en la invitación que hace la voz acerca de Jesús:
“Escuchadle”. Moisés anunció que Dios suscitaría un profeta como él, uno al que
había que escuchar (cfr. Dt 18,15). La voz presenta pues al nuevo Moisés: al
Hijo que nos revela al Padre con autoridad y al que debemos escuchar. Para esto
necesitamos seguir el ejemplo del Maestro: subir al monte de la
oración, reservar en nuestro horario unos tiempos diarios para dialogar
exclusivamente con Dios. En esos ratos de trato personal e íntimo, podremos
decirle con palabras de San Josemaría: “Señor nuestro, aquí nos tienes
dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu
voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra voluntad
para que se lance fervorosamente a obedecerte”[3].
San Josemaría solía relacionar
este pasaje con la búsqueda amorosa del rostro de Jesús y de su Humanidad
Santísima: “¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado
en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación!
¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a
Ti!”[4]. Vale la pena insistir a diario en esos ratos de oración, haciendo
compañía al Señor, con el mismo afán que expresa el salmista: “Tu rostro
buscaré, Señor. ¡No me escondas tu rostro! (Salmo 27,8-9). Nuestra humilde
perseverancia se verá recompensada. Moisés terminó con el rostro “radiante por
haber hablado con el Señor” (Éxodo 34,29). Y Jesús, que es “Luz de Luz” como
confesamos en el Credo, también nos irá transfigurando con su gracia para que
nuestro día, el trabajo y el trato con los demás se iluminen por la presencia
de Dios en nuestra alma.
La expresión de Pedro “¡Qué bien
se está aquí! Hagamos tres tiendas” expresa la alegría del encuentro con Dios.
Remite también a las “moradas eternas” que el Mesías restablecería (Lc 16, 9) y
que los judíos conmemoraban en la fiesta de las tiendas. Pedro quiere retener
el instante de felicidad que le proporciona aquel rato íntimo con Dios. “Pero
la oración no es aislarse del mundo y de sus contradicciones” –nos explica
Benedicto XVI−. La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte
del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la
fuerza que de ahí se derivan, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas
con el mismo amor de Dios»[5]. La prueba clara de que en nuestros ratos de
oración estamos escuchando al Hijo como pide la voz del Padre es que su
Espíritu nos llena de afán apostólico para llevar a todos la luz de Dios.
[2] Santo Tomás de Aquino, S.th. 3, q. 45, a. 4, ad 2.
[3] Santo Rosario, Apéndice, 4º misterio de Luz.
[4] Ídem.
[5] Benedicto XVI, Ángelus, 24 febrero 2013.
Pablo Edo
Fuente: Opus Dei





