En la procesión de Viernes Santo, un niño irrumpió entre el pueblo para acompañar y consolar a Jesús
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Los neurólogos dicen que en la
parte del córtex prefrontal del cerebro reside la función que nos «regula»,
nos «frena» a la hora de expresar nuestros sentimientos hacia los demás. Es
algo así como un órgano de contención. Es lo que hace que un padre aguante
las lágrimas en un funeral aunque esté roto de dolor. O que no nos echemos en
brazos del jefe cuando le daríamos las gracias efusivamente porque nos ha hecho
el favor del siglo.
Está muy bien que exista esa
función que nos «controla» y hace que seamos comedidos. Ayuda a ser prudentes,
sin duda, y evitamos el ridículo tal vez.
Pero de vez en cuando va bien ser
expansivos, mostrar en público lo que pensamos y cómo nos afectan las
cosas importantes.
Y cuando
nosotros somos incapaces de hacerlo porque creemos que eso no está bien en un
adulto o en determinado rol social, nos hace mucho bien que alguien nos
coloque ante el espejo.
Es lo que sucedió en México,
donde un niño con síndrome de Down no quiso que Jesús pasara ante sus ojos y
quedarse de brazos cruzados.
Ese niño es más que el Cirineo,
porque al Cirineo lo fueron a buscar para que ayudara. Es más que las mujeres
que lloraron al ver a Cristo hecho varón de dolores. Ese niño, en su inocencia,
fue a irrumpir en la procesión para consolar a Jesús. Lo fue a buscar, se puso
junto a él y lo tomaba del brazo, lo acariciaba.
Eso es una lección para todos
nosotros… ¿Se imaginan cómo debía estar mirando Dios la escena?
Dolors Massot
Fuente: Aleteia