14 – Agosto. XX Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Lucas 12,
49-53
He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!
Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he
venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos
cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el
padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la
hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
Comentario
Cuenta san Lucas que cuando Jesús
se acercaba a Jerusalén para sufrir la pasión, reveló a los discípulos los
profundos anhelos de su corazón y se refirió entre exclamaciones al inminente
bautismo “en el Espíritu Santo y en fuego” que iba a consumar y que había
anunciado tiempo atrás el Bautista (cfr. Lc 2,16). Con un tono paradójico que
desconcierta, Jesús predice también el profundo cambio sobre la tierra que iba
a establecer, generando reacciones muy diversas, incluso en el seno de las
familias.
En la Sagrada Escritura el fuego
simboliza la presencia divina, como en el episodio de la zarza ardiente (cfr.
Ex 3,14) y también simboliza, explica el Catecismo de la Iglesia, “la energía
transformadora de los actos del Espíritu Santo”[1]. Gracias a su
sacrificio en la cruz, Jesús iba a enviar al mundo esta energía, este fuego.
Pero como aclara san Ambrosio “desde luego no es un fuego que destruye, sino
aquel que genera una voluntad bien dispuesta. (…) Este fuego es el que quema
los huesos de los profetas, como lo declara Jeremías: “Era dentro de mí como un
fuego devorador encerrado en mis huesos.” (Jr 20,9); (…) el que, según el
testimonio de los discípulos de Emaús, encendió el mismo Señor en sus corazones:
“No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras?” (Lc 24,32)”[2].
Este anhelo de Jesús por hacer
arder los corazones ha contagiado a innumerables personas a lo largo de la
historia que han sabido corresponder generosamente. Por ejemplo, san Josemaría
narraba en primera persona cómo le sucedió a él y cómo reaccionó: “cuando yo
tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía
gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las
habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: ignem
veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur? (Lc 12, 49); he venido
a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la
contestación: ecce ego quia vocasti me! (1 Reg 3, 9), aquí estoy, porque
me has llamado”[3].
Podemos preguntarnos si tenemos habitualmente esta valentía y disponibilidad de
los santos para favorecer la acción divina en nosotros; si nuestro diálogo
diario con Dios hace arder nuestro corazón como a los discípulos de Emaús; si permitimos
al Espíritu Santo que nos mueva como a ellos a anunciarlo a otros llenos de
alegría y del mismo afán apostólico.
Para llevar a cabo el incendio
de amor que Jesús quería, debía sufrir primero la pasión, a la que Él
llama “bautismo” y que le hace exclamar “¡qué ansioso estoy hasta que se lleve
a cabo!”, no tanto por el miedo a la muerte como por el deseo amoroso de que se
cumpliera. Y Jesús añade que ha venido a traer división y no paz; división
incluso dentro de la familia. Pero “no es que Jesús quiera dividir a los
hombres entre sí —afirma el Papa Francisco—, al contrario: Jesús es nuestra
paz, nuestra reconciliación. Pero esta paz no es la paz de los sepulcros, no es
neutralidad, Jesús no trae neutralidad, esta paz no es una componenda a cualquier
precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al egoísmo y elegir el bien,
la verdad, la justicia, incluso cuando esto requiere sacrificio y renuncia a
los propios intereses. Y esto sí, divide; lo sabemos, divide incluso las
relaciones más cercanas. Pero atención: no es Jesús quien divide. Él pone el
criterio: vivir para sí mismos, o vivir para Dios y para los demás; hacerse
servir, o servir; obedecer al propio yo, u obedecer a Dios. He aquí en qué
sentido Jesús es «signo de contradicción» (Lc 2, 34)”[4].
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei