6 – Agosto. Sábado. Transfiguración del Señor
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Evangelio según
san Lucas 9, 28b-36
Unos ocho días después de estas palabras, tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía lo que decía.
Todavía estaba
diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron
de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: «Este es mi
Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Después de oírse la voz, se encontró Jesús
solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada
de lo que habían visto.
Comentario
Hoy celebramos
la fiesta de la Transfiguración del Señor. La fiesta se fijó el 6 de agosto,
cuarenta días antes de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el día 14
de septiembre. En algunas tradiciones, conforman como una segunda cuaresma. De
este modo, la Iglesia bizantina vive este periodo como un tiempo de ayuno y de
contemplación de la Cruz. Nos muestra que están muy ligadas la manifestación de
la gloria de Dios con Su pasión y muerte en la Cruz.
En un monte
alto, el Señor mostró su gloria a los tres discípulos más íntimos con el fin de
prepararlos para la inminente Pasión. Se cumplía así el anuncio hecho días
antes: “Os aseguro de verdad que hay algunos de los aquí presentes que no
sufrirán la muerte hasta que vean el Reino de Dios” (Lucas 9, 27). Lucas señala
con intención que todo sucedió “mientras Jesús oraba”.
Esta “aparición
pascual anticipada”, como la llama el Papa Francisco [1], supera las barreras
de tiempo y espacio y está cargada de significado teológico. El apóstol Pedro
explicaba a los primeros cristianos: “Nosotros hemos sido testigos oculares de
su majestad. En efecto, él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la
suprema gloria le dirigió esta voz: "Éste es mi Hijo, el Amado, en quien
tengo mis complacencias". Y esta voz venida del cielo la oímos nosotros
estando con él en el monte santo” (2 Pedro 1,16-18).
El monte
representa en la Biblia la cercanía con Dios. Allí Moisés y Elías tuvieron
coloquios íntimos con el Señor (cfr. Éxodo 24 y 1 Reyes 19). Ambos personajes
aparecen ahora gloriosos y hablando con Jesús de su salida (éxodo) en
Jerusalén. Representan la Ley y los Profetas, que anuncian el misterio de la
Pasión y la Resurrección del Mesías, como explicará Jesús resucitado a los
discípulos de Emaús (cfr. Lucas 24,1ss). En el pasaje se revela además “toda la
Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube
luminosa"[2].
No obstante, la
enseñanza más importante se condensa en la invitación que hace la voz acerca de
Jesús: “Escuchadle”. Moisés anunció que Dios suscitaría un profeta como él, uno
al que había que escuchar (cfr. Dt 18,15). La voz presenta pues al nuevo
Moisés: al Hijo que nos revela al Padre con autoridad y al que debemos
escuchar. Para esto necesitamos seguir el ejemplo del Maestro: subir al monte
de la oración, reservar en nuestro horario unos tiempos diarios para dialogar
exclusivamente con Dios. En esos ratos de trato personal e íntimo, podremos
decirle con palabras de San Josemaría: “Señor nuestro, aquí nos tienes
dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu
voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra voluntad
para que se lance fervorosamente a obedecerte” [3].
San Josemaría
solía relacionar este pasaje con la búsqueda amorosa del rostro de Jesús y de
su Humanidad Santísima: “¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así,
contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca,
nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para
quedar herido de amor a Ti!” [4]. Vale la pena insistir a diario en esos ratos
de oración, haciendo compañía al Señor, con el mismo afán que expresa el
salmista: “Tu rostro buscaré, Señor. ¡No me escondas tu rostro! (Salmo 27,8-9).
Nuestra humilde perseverancia se verá recompensada. Moisés terminó con el
rostro “radiante por haber hablado con el Señor” (Éxodo 34,29). Y Jesús, que es
“Luz de Luz” como confesamos en el Credo, también nos irá transfigurando con su
gracia para que nuestro día, el trabajo y el trato con los demás se iluminen
por la presencia de Dios en nuestra alma.
La expresión de
Pedro “¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas” expresa la alegría del
encuentro con Dios. Remite también a las “moradas eternas” que el Mesías
restablecería (Lc 16, 9) y que los judíos conmemoraban en la fiesta de las
tiendas. Pedro quiere retener el instante de felicidad que le proporciona aquel
rato íntimo con Dios. “Pero la oración no es aislarse del mundo y de sus
contradicciones” –nos explica Benedicto XVI−. La existencia cristiana consiste
en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a
bajar, trayendo el amor y la fuerza que de ahí se derivan, a fin de servir a
nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios» [5]. La prueba clara de
que en nuestros ratos de oración estamos escuchando al Hijo como pide la voz
del Padre es que su Espíritu nos llena de afán apostólico para llevar a todos
la luz de Dios.
[2] Santo Tomás de Aquino, S.th. 3, q. 45, a. 4, ad 2.
[3] Santo Rosario, Apéndice, 4º misterio de Luz.
[4] Ídem.
[5] Benedicto XVI, Ángelus, 24 febrero 2013.
Pablo Edo
Fuente: Opus
Dei