20 – Agosto. Sábado. San Bernardo, abad y doctor de la Iglesia
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Evangelio según san Mateo 23, 1-12
Entonces Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo:
«En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced
y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos
dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en
los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo
lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan
las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y
los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las
plazas y que la gente los llame rabbí. Vosotros, en cambio, no os dejéis
llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois
hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo
es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno
solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro
servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será
enaltecido».
Comentario
Las palabras que el Señor pronuncia en el evangelio de hoy son
duras. Son una denuncia clara y directa de un comportamiento que no es
agradable a Dios: la hipocresía.
La cuestión es que la hipocresía tampoco es bien vista a ojos
humanos. Por eso, es muy fácil empatizar con lo que dice Jesús y darle la
razón. Sin embargo, lo que no es tan fácil es examinar el propio corazón y
plantearse hasta qué punto lo que dice el Señor se nos aplica a nosotros.
Porque la hipocresía es tan desagradable como sutil.
Atan cargas pesadas e insoportables. Podríamos preguntarnos:
¿mi vida, mis palabras, mis actitudes, hacen más fácil y andadero el camino de
la santidad para los demás, o por el contrario lo hacen más insoportable?
¿La imagen del cristianismo que resulta de mi forma de comportarme es la de
una carga pesada o la de un camino de felicidad?
Sin duda, es muy fácil decirle a los hijos, o al cónyuge, o a un
hermano, que deben comportarse de determinada manera. Sin embargo, ¿lo hacemos
nosotros? ¿Perciben los demás, no por nuestras palabras, sino por nuestras
obras, la importancia de sonreír siempre, de tratar bien a todos, de no
criticar a nadie a sus espaldas, de no decir mentiras?
San Josemaría cultivó a lo largo de su vida un deseo, al cual nos
invitaba a sumarnos: “pongamos generosamente nuestro corazón en el suelo, de
modo que los otros pisen en blando, y les resulte más amable su lucha” (Amigos
de Dios, n. 228). Es a eso a lo que nos estimula Jesús con sus palabras: a
darnos cuenta de que no estamos aquí para hacer más difícil la vida de los
demás. Estamos llamados a ser facilitadores de la santidad de todos
los que nos rodean.
¿Cuál es el mejor modo de hacerlo? Que el mayor entre
vosotros sea vuestro servidor. En primer lugar, con nuestro ejemplo, con
nuestra caridad traducida en obras de servicio.
Así lo entendió también san Pablo: “llevad los unos las cargas de
los otros y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gálatas 6, 2). Los fariseos
aumentaban la carga de los demás, nosotros estamos llamados a aligerarla, tal
como hace el Señor (cfr. Mateo 11, 28).
El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado. María
Santísima nos enseña que la humildad no se trata simplemente de sentirse
humildes: se trata de poner real y efectivamente nuestra vida al servicio
de los demás. Es por eso que Ella se convirtió en la mejor facilitadora del
camino hacia Dios, hasta el punto de que la Iglesia la invoca como Puerta
del Cielo.
Luis Miguel Bravo
Fuente: Opus Dei