Un humilladero erigido en el siglo XIV por la Hermandad de los Negritos y convertido luego, en el XVI, en el destino de la primera procesión de Sevilla es el origen de una famosa marca española...
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Seguramente no resulta difícil de
aventurar que el nombre de la conocida cerveza ‘Cruzcampo’ algo tendrá que ver
con la religión católica, pero no serán muchos los que conozcan la historia
precisa de esos lazos, que se remontan hasta el siglo XIV.
En el origen está un humilladero
erigido en aquel siglo a las afueras de Sevilla por la Hermandad de los
Negritos, una de las hermandades más antiguas de la ciudad; que, en su origen,
fue concebida como organización benéfica a la que sólo podían acceder
afrodescendientes.
La cruz del humilladero terminó
por dar nombre al lugar, que pasó a conocerse como la Cruz del Campo; según
relata el escritor británico Robert Goodwin en su obra España. Centro del
Mundo (1519-1682)(Esfera). Un trabajo divulgativo que no se limita al
relato histórico y político, sino que también aborda otros aspectos como la
religión, la literatura, la sociedad o el arte.
Y así, en el
capítulo dedicado a la Semana Santa, Goodwin explica la razón por la que esa
denominación geográfica, Cruz del Campo, no sólo no cayó en desuso con el paso
del tiempo, sino que se fortaleció y adquirió nuevas resonancias.
El motivo ya sí está directamente
ligado con la Semana Santa y, más en concreto, con la que se considera la
primera procesión de Sevilla, el Vía Crucis instaurado por el marqués de Tarifa
a comienzos del siglo XVI.
Un vía crucis singular
Un Vía Crucis que el primer
Marqués de Tarifa concibió en Tierra Santa durante un viaje en 1519 y que está
directamente inspirado en el original que protagonizó Jesucristo. El marqués lo
recorrió personalmente, desde la Casa de Pilatos hasta el Calvario, el Monte de
Gólgota, e incluso calculó su longitud.
«El marqués calculó
cuidadosamente que la ruta tenía 1.321 pasos (aproximadamente un kilómetro) de
largo; y, a su regreso a Sevilla, se dedicó a establecer una recreación del Vía
Crucis desde su palacio, que ahora se conoce como Casa de Pilatos; hasta un
lugar fuera de las murallas de la ciudad conocido como la Cruz del Campo»,
relata Goodwin en su libro sobre España.
Actualmente el santuario
inicial que dio origen a todo «ha quedado eclipsado por la fábrica de cerveza
Cruzcampo, a la que dio su nombre», añade el escritor británico. Y así es
reconocido también por la propia empresa cuando narra su historia.
Penitencia y libertinaje
«La asociación entre devoción y
embriaguez es bastante apropiada», comenta irónicamente Goodwin. En Sevilla, al
caer la noche, cuando los penitentes regresaban a la ciudad, «el pecado iba desperezándose
poco a poco en la oscuridad»; y no eran pocos los casos en los que aquello
terminaba en libertinaje.
Otro ejemplo, que Goodwin no
cita, es la procesión del Entierro de Genarín, en León; una falsa procesión de
carácter profano, ajena a las celebraciones oficiales de la Semana Santa. Fue
inventada a comienzos del siglo XX en homenaje a un personaje de moral más que
dudosa, aficionado al alcohol y los burdeles. En este caso la embriaguez pesaba
mucho más que la devoción.
Goodwin cuenta en su ensayo cómo
las procesiones fueron muy rápidamente asimiladas en la América Hispánica
porque su carácter teatral conectaba con la afición de los aztecas por los
espectáculos públicos. «Los primeros misioneros descubrieron que ese
entusiasmo por la puesta en escena teatral era una maravillosa manera de
difundir los Evangelios, pero también de implicar a sus neófitos en las
actividades de la Iglesia», explica.
De hecho, por sorprendente que
pueda resultar, la primera representación artística conocida de una procesión
de penitentes en Semana Santa es un fresco de un monasterio franciscano en
Huejotzingo, en México.
Historia de una devoción
El libro España, centro del
mundo permite descubrir otros aspectos poco conocidos sobre la Semana
Santa; como, por ejemplo, la posición crítica que San Juan de la Cruz
tenía sobre las procesiones, pues sospechaba que a veces los fieles adoraban a
las imágenes por sí mismas, y no por lo que representaban.
San Juan de la Cruz recordaba que
los dos principales fines por los que el Concilio de Trento aprobó el uso de
las imágenes eran para reverenciar a los santos y para despertar la devoción.
Sin embargo, advertía contra la
devoción por la imagen en sí. «A su juicio, lo mejor sería tener imágenes que
inspiren devoción en el alma; pero el camino a la perfección no debe tenerles
tanto apego como para que uno se entristezca si se ve privado de ellas», según
el resumen de su posición que realiza Goodwin.
El escritor inglés recuerda
también que al místico y amigo de Santa Teresa de Jesús le desagradaba
especialmente la tendencia, entonces de moda, de las ‘imágenes de vestir’;
esculturas de madera cuyo cuerpo era apenas un soporte para colocarle todo tipo
de vestuario y adornos, a menudo ostentosos y lujosos.
Lujo y excesos
Esta tendencia a las imágenes de
vestir, que hizo furor en Sevilla, apenas se extendió hacia el norte del país,
y, de hecho, existen pocas figuras de este tipo en las procesiones de
Valladolid.
Goodwin menciona a un
comentarista castellano, Juan de Ávila, que se mostraba horrorizado por este
uso de los devotos del sur: “Las atavían con toda la profanidad con que las
mujeres profanas se atavían; de lo cual se siguen tales males cuales ni son para
decir, y a duras penas se podrían creer”.
San Juan de la Cruz era un buen
conocedor del mundo de los imagineros, pues de niño había sido aprendiz de
escultor y conocía el funcionamiento de los talleres, y cómo la obra final era
el resultado de un proceso de colaboración entre distintos tipos de artesanos.
«No cualquiera que sabe desbastar
el madero, sabe entallar la imagen, ni cualquiera que sabe entallarlas, sabe
perfilarla y pulirla; y no cualquiera que sabe pulirla sabrá pintarla», explica
el confesor de Santa Teresa en uno de sus escritos.
De hecho, la producción de
esculturas policromadas solía ser el resultado de la colaboración entre dos
talleres, el del maestro escultor y el del pintor, cada uno de ellos muy celoso
de su papel.
Artistas imagineros
En la escuela sevillana es
legendaria la colaboración entre el escultor Juan Martínez Montañés y el pintor
Francisco Pacheco, hoy conocido por haber sido maestro de Velázquez; pero ello
no impidió que Pacheco demandara a su amigo cuando éste intentó encargarse por
su cuenta de las dos tareas.
El conflicto a raíz de la
decisión de Montañés de firmar en 1621 un contrato para crear el retablo
principal del convento de Santa Clara; que incluía los dorados y la pintura «a
pesar de las estrictas normas impuestas por los gremios», explica Goodwin.
«Para Pacheco, aquel contratiempo
fue una oportunidad de abogar por el reconocimiento oficial de la nobleza de la
pintura, una inveterada ambición de los artistas», añade el escritor británico;
«pero fue, sobre todo, una disputa de negocios».
Una disputa que no afectó a la
amistad entre los dos artistas, y en la que, por tanto, la sangre no llegó al
río. Y, de hecho, Montañés siguió recurriendo a Pacheco para que pintara sus
obras durante muchos años más.
Con todo, y más allá de los
debates devocionales y las anécdotas, el escritor británico no tiene reparos en
reconocer que la labor de los artistas españoles durante este periodo, el
siglo XVII, debe ser considerada una de las cumbres del arte occidental.
“Aquellas obras, talladas en
madera y cuidadosamente pintadas para que parecieran reales, marcan un apogeo
emocional y psicológico en la escultura occidental después del cual todo lo
demás parece carente de gusto, insulso o excesivamente vulgar», asegura
Goodwin.
Vidal Arranz
Fuente: Aleteia