11 – Septiembre. XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Lucas 15,
1-32
Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no
enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la
encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y
les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había
perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un
solo pecador que se convierta».
También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su
padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden
tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis
amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus
bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. Él le dijo: “Hijo,
tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar
un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido;
estaba perdido y lo hemos encontrado”».
Comentario
El evangelio de este domingo
recoge las llamadas parábolas de la misericordia o de la
alegría, transmitidas por san Lucas, el evangelista de los gentiles. Como
ya hemos comentado la parábola del hijo pródigo en otra ocasión (cfr.
Comentario 4.º domingo de Cuaresma) nos centramos ahora en las dos primeras,
referidas a la oveja y a la dracma perdidas.
Durante su vida pública Jesús
recibió críticas y murmuraciones por la bondad que manifestaba con los
publicanos y pecadores. Pero aquellos interlocutores llenos de desdén y falsa
justicia no reciben de Jesús un reproche, sino una hermosa instrucción sobre la
misericordia divina hacia los pecadores, a quienes busca uno a uno con diligencia,
y por quienes se llena de gran alegría comunicativa cuando los recupera, como
un pastor de cien ovejas que no para hasta encontrar la que perdió; o como una
mujer que enciende una luz, barre la casa y busca cuidadosamente hasta recobrar
la dracma extraviada.
Bastantes Padres de la Iglesia
ven detrás de estas parábolas un compendio de la historia de la salvación. Por
ejemplo, san Cirilo dice que el número cien de las ovejas “se refiere a toda la
multitud de las criaturas racionales que le están subordinadas; porque el
número cien, compuesto de diez décadas, es perfecto. Pero de éstas se ha
perdido una que es el género humano”[1]. Y san
Gregorio añade a esta idea que “el hombre abandonó el cielo cuando pecó. Y para
que se completase el número de las ovejas en el cielo, era buscado el hombre,
perdido en la tierra (…) Y nuestro pastor, una vez redimida la humanidad,
vuelve al reino de los cielos. Y entonces llama a amigos y vecinos, −es decir−,
a los coros de los ángeles que constantemente cumplen su voluntad y gozan a su
lado”[2].
Además de esta lectura universal,
también podemos vernos cada uno de nosotros reflejados en la oveja o la dracma
perdidas y que se dejan encontrar por Dios. En este sentido, por muy pecadores
que nos sintamos, todos hemos de llenarnos de esperanza al meditar estas
entrañables parábolas, porque revelan el inmenso amor de Dios por cada persona,
y en especial por los más alejados de Él. Como señala el Papa Francisco, para
Jesús “no hay ovejas definitivamente perdidas, sino sólo ovejas que hay que
volver a encontrar. Esto debemos entenderlo bien: para Dios nadie está
definitivamente perdido. ¡Nunca! Hasta el último momento, Dios nos busca”[3]. Y en otro
lugar el Papa insiste: “Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los
que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar
«setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces
siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá
quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable”[4].
Pero Jesús empieza las parábolas
preguntando: “¿quién de vosotros si tiene cien ovejas y pierde una…? o ¿qué
mujer, si tiene diez dracmas y pierde una…”. Si estas parábolas nos colman de
esperanza para la propia vida, también nos interpelan para imitar la
comprensión de Jesús con los demás, su diligencia para buscar a quien se ha
alejado de Dios y su alegría al recuperarlo. Jesús nos pide salir al encuentro
de todos, sin juzgar a los demás y sin quedarnos metidos en el propio redil,
porque como decía san Josemaría, “de cien almas nos interesan las cien” y hay
que “abrirse en abanico para llegar a todas”[5]. Sabernos
perdonados nos llevará a ser diligentes para dar a conocer el perdón de Dios a
otros, encarnando las acciones del pastor de la parábola que, como comenta un
Padre la Iglesia, “cuando encuentra la oveja, no la castiga ni la conduce al
redil violentamente sino que, colocándola sobre sus hombros y llevándola con
clemencia, la reúne con su rebaño”[6]. Así
compartiremos muchas veces con Dios y sus amigos del cielo la alegría de una
nueva conversión.
[2] San Gregorio, in Evang hom. 34.
[3] Papa Francisco, Audiencia general, 4 de mayo 2016.
[4] Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, n. 3
[5] San Josemaría, Surco, nn. 183 y 193.
[6] San Gregorio de Nisa, Catena aurea, in loc.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei






