1 - Octubre. Sábado. Santa Teresa del Niño Jesús, virgen y doctora de la Iglesia
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Evangelio según san Lucas 10,
17-24
Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre».
Él les dijo:
«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo».
En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
«¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo
que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron;
y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron».
Comentario
Los discípulos regresan de su
misión y se muestran entusiasmados por haber experimentado el poder que el
Señor les había concedido de hacer milagros.
Jesús confirma que les ha dado
poder sobre el enemigo y se alegra de la derrota del diablo, pero, a la vez,
les enseña cuál debe ser el verdadero motivo de su alegría: la esperanza del
cielo.
Jesús reorienta nuestra mirada.
En esta vida hay muchas cosas agradables, regalos de Dios a sus hijos, pero lo
que más nos debe alegrar e ilusionar es la unión de Amor que ya comienza aquí,
y que será plena en el cielo.
¿Qué es el cielo? «Esta vida
perfecta con la Santísima Trinidad –nos dice el Catecismo–, esta comunión
de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los
bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización
de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de
dicha» (n. 1024).
Quizá pensamos poco en el cielo.
Pensar en el cielo, en la felicidad eterna con Dios, fomenta la esperanza, nos
llena de alegría, y hace que nos enfrentemos a las dificultades de esta vida
con la serenidad de quién sabe que son camino para llegar al Amor. Y ese
pensamiento no nos lleva a desentendernos de nuestros deberes en la tierra.
Todo lo contrario. El cielo se lo da Dios a quienes tratan de hacer de esta
tierra, con su amor y entrega a los demás, una antesala del cielo.
De pronto, Jesús se llena de gozo
en el Espíritu Santo y manifiesta su alegría al ver que los pequeños y humildes
reciben la palabra de Dios. Los que renuncian a la soberbia, entienden la
Palabra, creen en Jesús. Los sabios y prudentes, es decir, los que se creen
sabios con su propia sabiduría y no reconocen con humildad su ignorancia,
permanecen ciegos para ver. Sobre todo, para ver en Jesús al Mesías, al enviado
por Dios, a Dios mismo.
A continuación, Jesús nos
manifiesta de un modo sencillo y sublime que es igual al Padre. No podemos
conocer que Jesús es Dios si el Padre no nos da la gracia de la fe. Y no
podemos conocer quién es el Padre si Jesús no nos lo revela.
Los discípulos son llamados
bienaventurados, felices, por haber visto y oído a Jesús, por haber creído en
Él. La fe es un don de Dios, el don más grande, pues sin la fe no hay
salvación. Pero es preciso que el hombre se abra a ese don con humildad y
responda a él con todo su corazón.
Tomás Trigo
Fuente: Opus Dei