9 - Octubre. XXVIII Domingo Tiempo Ordinario
![]() |
Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Lucas 17,
11-19
Una vez, yendo camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
«Jesús, maestro, ten compasión de nosotros».
Al verlos, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes».
Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios.
Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano.
Jesús, tomó la palabra y dijo:
«¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?».
Y le dijo: «Levántate, vete; tu
fe te ha salvado».
Comentario
En tiempos de Jesús, la terrible
enfermedad contagiosa de la lepra afectaba a mucha gente, como a los diez
leprosos del pasaje de este domingo. Para evitar contagios, el Antiguo
Testamento estipulaba normas severas: «el enfermo de lepra llevará los vestidos
rasgados, el cabello desgreñado, cubierta la barba; y al pasar gritará:
"¡impuro, impuro!" Durante el tiempo en que esté enfermo de lepra es
impuro. Habitará aislado fuera del campamento, pues es impuro» (Lv 13,45-46).
Los sacerdotes eran quienes tenían autoridad para declarar públicamente que una
persona era leprosa, o anunciar también su curación para que pudiera regresar a
la sociedad.
A las afueras de un pueblo,
vivirían pues los diez leprosos de esta escena que narra Lucas. Entre ellos se
encuentra un samaritano, porque el dolor común enfrió la enemistad habitual
entre judíos y samaritanos. Aquellos enfermos habrían oído hablar de Jesús, el
maestro de Galilea que curaba gente. Es muy posible que acariciasen en grupo
más de una vez la esperanza de encontrarse con él. De modo que cuando le ven
pasar y le reconocen, gritan fuerte desde lejos para que tuviera piedad de
ellos. «Esperan desde lejos –dice un Padre de la Iglesia− como avergonzados por
la impureza que tenían sobre sí. Creían que Jesucristo los rechazaría también,
como hacían los demás. Por esto se detuvieron a lo lejos, pero se acercaron por
sus ruegos. El Señor siempre está cerca de los que le invocan con verdad (Sal
145,18)»[1].
De la petición de los diez
leprosos podemos aprender a rogar a Dios con confianza, convencidos de que Él
lo puede todo y de que no hace falta esperar a sentirnos dignos, para pedir y
recibir lo que necesitamos. Como escribió san Josemaría, «te ves tan miserable
que te reconoces indigno de que Dios te oiga... Pero, ¿y los méritos de María?
¿Y las llagas de tu Señor? Y… ¿acaso no eres hijo de Dios? Además, Él te
escucha «quoniam bonus ... quoniam in saeculum misericordia eius»: porque es
bueno, porque su misericordia permanece siempre»[2]. Aunque Jesús
sabe todo de nosotros, cuenta con nuestra petición llena de fe y perseverancia
para darnos lo que pedimos. Es más, como decía san Agustín, en realidad tiene
el Señor «más ganas de dar que nosotros de recibir; y tiene más ganas Él de
hacernos misericordia que nosotros de vernos libres de nuestras miserias»[3].
Jesús escuchó la petición de los
diez leprosos, y como suele hacer con todos los personajes con los que se
encuentra, les pide a cambio un gesto de confianza, ajustado a la situación
personal de quienes le ruegan. En este caso, no les toca, ni les impone las
manos. Sencillamente les manda asumir que se van a curar y dirigirse a quien
tiene autoridad para declararlos puros de su enfermedad. Y en el camino,
quedaron todos curados. Seguro que se llenarían de inmensa alegría, conocida de
mucha gente, cuando los sacerdotes verificaron públicamente la curación del
grupo. Pero solo el samaritano se acordó agradecido de su benefactor, Jesús, y
supo «dar Gloria a Dios» volviendo con acción de gracias a sus pies.
De la actitud del samaritano y
del reproche que hace Jesús hacia los nueve desagradecidos, sacamos otra
lección muy importante de este pasaje: que nuestra acción de gracias da gloria
a Dios y nos preparara para recibir dones mejores. Por eso nos conviene
fomentar en nuestro corazón, junto a la petición llena de confianza por lo que
necesitamos, la acción de gracias por todo lo que recibimos, incluso sin
pedirlo. De hecho, como decía san Juan Crisóstomo, Dios «nos hace muchos
regalos, y la mayor parte los desconocemos»[4]. Si somos
agradecidos con Dios y le alabamos por todo, atraemos para nosotros y para los
demás las bendiciones del Cielo. Como explicaba san Agustín, «toda nuestra vida
presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la
alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida
futura si no se ejercita ahora en esta alabanza»[5].
[2] San Josemaría, Camino, n. 93.
[3] San Agustín, Sermón 105.
[4] San Juan Crisóstomo, Hom. In Matt., 25.
[5] San Agustín, Coment. In Psal. 148.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei