31 - Enero. Martes de la IV semana del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Marcos 5,
21-43
Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva».
Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con solo tocarle el manto curaré». Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.
Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?».
Los discípulos le contestaban: «Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”».
Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto.
La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad.
Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad».
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?».
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe».
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo:
«¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida».
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
Talitha qumi (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
Comentario
El Evangelio de hoy nos muestra
dos milagros extraordinarios. El principal es la resurrección de la hija de
Jairo de entre los muertos, un acto de infinito poder. Pero hay un segundo
milagro que tiene lugar en medio de la narración -una interrupción, si se
quiere- la curación de la mujer con la hemorragia. Ella actuó en secreto porque
tenía que hacerlo: no podía acercarse a Jesús abiertamente porque su condición
la hacía impura. Pero tenía fe y Jesús le atribuye específicamente su curación
con sus palabras: "Anímate, hija; tu fe te ha curado".
Jesús era Dios. Ninguna curación
fue más difícil que otra, pero observamos que llevó a cabo cada una de ellas de
manera diferente: una con una palabra, la otra con un toque o un simple gesto,
etc. Descubrimos en estos detalles el modo que Cristo emplea para instruir a
sus discípulos, y de hecho para instruirnos a nosotros. Hay algo sacramental en
estas acciones: lo sagrado se manifiesta a través de signos y palabras, por lo
demás normales.
Leemos el arameo "Talitha
qum", retenido en la versión de San Marcos de este Evangelio, las palabras
con las que curó a la hija de Jairo: "Niña, a ti te digo, levántate"
(Mc 5, 41). El evangelista presumiblemente mantuvo esas palabras para
mostrarnos que Dios hizo uso de palabras humanas, en un dialecto local para
obrar el milagro. Las palabras ordinarias se convierten en un instrumento
divino, producen efectos sobrenaturales y milagrosos.
También nuestras palabras y
acciones pueden parecer ordinarias e incluso comunes, pero si las unimos a
Dios, también serán canales de su gracia, y Él también sacará de ellas
resultados extraordinarios y obrará milagros. Como en el caso de la mujer con
la hemorragia, todo depende de nuestra fe. ¿Tenemos esa fe?
Andrew Soane
Fuente: Opus Dei