29 - Enero. IV Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 5, 1-12ª
Al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa.
Alegraos y regocijaos, porque
vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron
a los profetas anteriores a vosotros.
Comentario
El Evangelio de este domingo
recoge uno de los pasajes más sorprendentes y nucleares de la predicación de
Jesús: las bienaventuranzas, que son con su lenguaje paradójico una enseñanza
sobre la verdadera felicidad que todos los hombres buscan. San Josemaría las
definía como “un poema del amor divino”[1]. De hecho, como explica el Papa
Francisco, “las bienaventuranzas son el retrato de Jesús, su forma de vida; y
son el camino de la verdadera felicidad, que también nosotros podemos recorrer
con la gracia que nos da Jesús”[2]. Mateo nos muestra al Maestro en el monte,
predicando con autoridad y majestad. Mezclados entre la muchedumbre, hoy
podemos sentir como dirigidas a nosotros sus palabras.
“Bienaventurados los que lloran,
porque serán consolados”. Cuando un cristiano procura imitar al Maestro,
“experimenta la íntima relación entre Cruz y Resurrección”[3], como explicaba
Benedicto XVI. Unidos a Cristo, adquirimos la fuerza para transformar el
sufrimiento en amor redentor. Tenemos entonces la misma alegría que vivió el
Señor en su Pasión, porque con ella nos alcanzaba el don del Espíritu Santo y
nos abría las puertas del Cielo. Con esta esperanza y consuelo, el cristiano es
consuelo para los demás; “puede atreverse a compartir el sufrimiento ajeno y
deja de huir de las situaciones dolorosas”, nos dice el Papa Francisco[4].
“Bienaventurados los pobres de
espíritu”. En la vida de un cristiano la pobreza no es opcional: sin ella no se
es discípulo ni tampoco dichoso. Todos hemos de vivirla como el Maestro. Y para
encarnar la pobreza en medio del mundo, san Josemaría recomendaba: “te aconsejo
que contigo seas parco, y muy generoso con los demás; evita los gastos
superfluos por lujo, por veleidad, por vanidad, por comodidad...; no te crees
necesidades”[5]. Frente a un clima general de consumismo, es necesario revisar
con frecuencia si estamos desprendidos de las cosas que usamos; si vivimos
ligeros de equipaje para seguir de cerca a Jesús y empezar a poseer “el Reino
de Dios”. Si vivimos la pobreza sabremos cuidar también con generosidad de los
demás y en especial de los pobres y los que pasan necesidad, a los que nunca
veremos con indiferencia.
“Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia”. En la opulencia de los ricos y saciados no hay sitio
para Dios y los demás. En cambio, quienes viven con sobriedad y templanza
empiezan a “ser saciados” por Dios. Se trata de disfrutar de los bienes
terrenos con agradecimiento, pero de forma que nos lleven a desear los bienes
espirituales. Esta bienaventuranza nos invita también a trabajar con confianza
en la providencia: mientras procuramos ganar con rectitud el sustento
necesario, mantenemos la serenidad ante las posibles estrecheces, porque Dios
nunca abandona a sus hijos.
Por último, “Bienaventurados
cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo
de maldad por mi causa”. Nuestra coherencia de cristianos corrientes puede
chocar o molestar a otros. Pero hemos de ser valientes para reflejar con
nuestra conducta recta el Rostro amable de Jesús que todas las personas buscan.
En esto podemos seguir el consejo que daba san Pedro a los primeros cristianos:
“si tuvierais que padecer por causa de la justicia, bienaventurados vosotros:
No temáis ante sus intimidaciones, ni os inquietéis, sino glorificad a Cristo
Señor en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que
os pida razón de vuestra esperanza; pero con mansedumbre y respeto, y teniendo
limpia la conciencia, para que quienes calumnian vuestra buena conducta en
Cristo, queden confundidos en aquello que os critican” (1Pedro 3,14-18). En
resumen, y en contra de lo que pueda parecer, nuestra dicha no radica en la
posesión ilimitada de bienes. Tampoco en conseguir a toda costa la aprobación
ajena. La felicidad está más bien en la identificación con Cristo.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei