26 – Febrero. I Domingo de Cuaresma
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Dominio público |
Evangelio según san Mateo 4,
1-11.
Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre.
El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».
Pero él le contestó: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”».
Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”».
Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”».
De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras».
Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”».
Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los
ángeles y lo servían.
Comentario
El primer domingo de Cuaresma nos
presenta a Jesús conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el
diablo. El marco geográfico del desierto, lugar inhóspito y antagónico del Edén,
es muy elocuente. De algún pasaje de la Sagrada Escritura puede suponerse la
creencia judía en cierto espíritu maléfico del desierto llamado Azazel (cfr. Lv
16,10 y Tb 8,3). Jesús sería impulsado así al ámbito del tentador. Además, el
desierto fue lugar de prueba para el pueblo elegido. El Señor acude para vencer
allí donde Israel sucumbió.
Jesús ayuna “durante cuarenta
días con cuarenta noches”. Es lo que conmemora la Cuaresma. Y esta acción
penitencial del Señor está cargada de simbolismo: cuarenta días y cuarenta
noches duró el castigo del diluvio (cfr. Gn 7,4); cuarenta días y cuarenta
noches pasó Moisés en la nube del Sinaí, sin comer ni beber, suplicando a Dios
por el pueblo (cfr. Dt 9,25), antes de entregarle la Ley (cfr. Ex 24,18);
también pasó Elías cuarenta días y cuarenta noches, sin comer ni beber,
caminando hasta el monte Horeb para encontrarse con el Señor (1R 19,8); y en
especial, durante 40 años habitó Israel en el desierto, en medio de pruebas y
tentaciones, como castigo a los 40 días que dedicó a explorar la tierra por su
cuenta, sin contar con Dios (Nm 14,34).
Después de ayunar, Jesús se
muestra hambriento, en aparente privación de ayuda divina y poder material. El
tentador pretende entonces que Jesús caiga en alguna forma de intemperancia,
avaricia o idolatría, en las que hace caer a los hombres, quienes utilizan o
rechazan a Dios para exaltarse a sí mismos. El diablo cita retorcidamente las
Escrituras con las que Jesús cumple siempre la voluntad de su Padre. Si eres el
Hijo de Dios, le viene a decir, usa la fuerza divina para resolver la indigente
condición humana que has asumido. Esta misma sugestión llegará a su culmen en
la cruz.
Pero el Papa Francisco explicaba
la solución que nos brinda el Maestro con su ejemplo: “Satanás quiere desviar a
Jesús del camino de la obediencia y de la humillación –porque sabe que así, por
este camino, el mal será derrotado– y llevarlo por el falso atajo del éxito y
de la gloria. Pero las flechas venenosas del diablo son todas “paradas” por
Jesús con el escudo de la Palabra de Dios (Mt. 3,4.7.10) que expresa la
voluntad del Padre. Jesús no dice ninguna palabra propia: responde solamente
con la Palabra de Dios. Y así el Hijo, lleno de la fuerza del Espíritu Santo,
sale victorioso del desierto”[1].
Todos vivimos de una forma u otra
cada día estas pruebas del desierto. Como explicaba Benedicto XVI, “el núcleo
de toda tentación –como se aprecia aquí– es dejar al margen a Dios, el cual,
comparado con todo lo que parece urgente en nuestra vida, es visto como
secundario, cuando no superfluo y molesto”[2]. Las prisas,
el afán de eficacia humana y las dificultades diarias pueden llevarnos a
descuidar, a olvidar e incluso a rechazar el trato con Dios; o a esperar de Él
una intervención llamativa que nos hiciera reaccionar. En cambio, cuando la
voluntad de Dios es lo primero, Él nos exalta después.
En efecto, Mateo dice que,
vencida toda tentación, “los ángeles vinieron y le servían”. Dios da con orden
y proporción lo que el demonio usaba como transgresión. San Josemaría comentaba
esta entrañable escena final así: “la Iglesia, al hacernos meditar estos
pasajes de la vida de Cristo, nos recuerda que, en el tiempo de Cuaresma, en el
que nos reconocemos pecadores, llenos de miserias, necesitados de purificación,
también cabe la alegría. Porque la Cuaresma es simultáneamente tiempo de
fortaleza y de gozo: podemos llenarnos de aliento ya que la gracia del Señor no
nos faltará, porque Dios estará a nuestro lado y enviará a sus Ángeles, para
que sean nuestros compañeros de viaje, nuestros prudentes consejeros a lo largo
del camino, nuestros colaboradores en todas nuestras empresas”[3].
[2] Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Edición completa, Encuentro, Madrid 2019, p. 160.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 63.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei