23 – Febrero. Jueves después de Ceniza
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Evangelio según san Lucas 9,
22-25
Porque decía:
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día».
Entonces decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.
¿De qué le sirve a uno
ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?
Comentario
Jesús se acercaba cariñosa y
compasivamente a todo el mundo. Hacía milagros. Hablaba como jamás nadie antes
había hablado. Se desvivía por todos hasta el punto de no saber ni dónde iba a
reposar la cabeza por la noche. Perdonaba los pecados. Sacaba demonios. Jesús
se metía en las casas de todos y se auto invitaba a comer incluso con los
publicanos. Y también conversaba profunda y confidencialmente con los fariseos
que a ello se prestaban. Y daba de comer a multitudes si era necesario. Su
personalidad debía ser (y sigue siéndolo) muy atractiva. Además, a todos Jesús
quería llamar amigos y se comportaba amigablemente con todos; con los
galileos, los judíos de Judea y con los samaritanos y los extranjeros…
A pesar de su amabilidad, el
Señor fue rechazado por algunos... Los ancianos, los príncipes de los
sacerdotes y algunos escribas fueron culpables de la muerte de Jesús, como Él
mismo anuncia en el evangelio. Es como si permaneciesen ciegos a la bondad del
Señor.
Hoy nos seguimos haciendo la
misma pregunta que se podían hacer sus discípulos entonces; ¿cómo es posible
que siendo Jesús tan bueno como es, tan amable, haya algunos que quieran
condenarlo en el patíbulo?
Seguramente la respuesta esté
conformada por un cúmulo de razones, que solo Dios lo sabe. Pero quizá una
razón suficiente sea que el Maestro también hizo una cosa más, muy buena, pero
que no siempre genera amigos: Jesús siempre decía la verdad. Es cierto, la
verdad es muy buena, pero, como es sabido, no siempre la verdad es amable.
Jesús, que siempre fue fiel a la misión del Padre, no calló nunca. Y
esa fidelidad elocuente fue la que le llevó a la Cruz.
Para un cristiano de este siglo,
quizá más que nunca, tomar la cruz de cada día consiste en repetir las mismas
verdades de Cristo con las mismas palabras de Cristo. Sin miedo a la vida. Sin
miedo a la muerte. Y, si es posible, con gracia. Con la gracia de María. Que
siempre es posible.
José María García Castro
Fuente: Opus Dei