19 – Febrero. VII Domingo del Tiempo Ordinario
Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Mateo 5,
38-48
Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”.
Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis
oído que se dijo: “‘Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo”. Pero yo
os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para
que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y
buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que
os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y,
si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen
lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro
Padre celestial es perfecto.
Comentario
En este pasaje del Evangelio se
concluyen las llamadas “antítesis” del Sermón de la Montaña, que ya habíamos
comenzado a meditar el domingo pasado.
La primera de ellas invita a
erradicar la costumbre ancestral de la venganza. En sociedades muy primitivas,
como reacción a un mal sufrido, era normal tomarse la justicia por la propia
mano y devolver al agresor un daño mayor. Esto generaba una cadena de
agresiones y reacciones cada vez más violentas, que causaban grandes males y
sufrimientos. En su momento, la “ley del talión” ayudó a atemperar esas
escaladas de violencia al marcar el límite de ojo por ojo y diente por
diente (v. 38), estableciendo que el mal devuelto podía ser equivalente al
sufrido, pero no mayor.
Sin embargo, Jesús enseña el
papel fundamental del perdón. Perdonar implica vencer los sentimientos que
reclaman no dejar impune el mal recibido, y eso sólo es posible en sintonía con
Cristo, mediante un amor que es más fuerte que el odio. Supone reaccionar como
Jesús reaccionó en la cruz ante quienes lo hacían padecer terriblemente:
“Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
La segunda antítesis parte de un
mandamiento del Levítico, amarás a tu prójimo (Lv 19,18), al que una
mala interpretación popular había añadido y odiarás a tu enemigo. El
motivo de este error deriva de una interpretación restrictiva de la palabra
“prójimo” que la consideraba sólo relativa a los miembros del pueblo de Israel,
y no incluía en ese mandato a quienes no formaban parte de él, de modo que, en
la medida en que fueran enemigos, se consideraban merecedores de odio.
También en este caso, Jesús lleva
a su plenitud ese mandamiento haciéndolo extensivo a todo ser humano: cualquier
persona, independientemente de sus cualidades humanas o morales, es digna de
ser amada. También en esto el amor de Dios ha ido por delante, ya que “cuando
éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su
Hijo” (Rm 5,10).
¿Cómo es posible reaccionar así
ante la rabia que puede brotar espontáneamente de un corazón dolido? Jesús nos
muestra el camino enseñándonos a mirar a Dios como un Padre amoroso que nunca
quiere el mal para sus hijos, e incluso está dispuesto a pasar por encima de
sus olvidos, infidelidades u ofensas. “Para los cristianos la no violencia no
es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona,
la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no
tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la
verdad. El amor a los enemigos constituye el núcleo de la ‘revolución
cristiana’, revolución que no se basa en estrategias de poder económico,
político o mediático. La revolución del amor, un amor que en definitiva no se
apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando
únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. Esta es la novedad del
Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Este es el heroísmo de los
‘pequeños’, que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su
vida”[1].
En eso consiste la perfección de Dios, y a ese nivel de generosidad llama a todos: “sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (v. 48). Es la misma idea que en el Evangelio de Lucas se formula de modo bien expresivo: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Ahora bien, ¿quién podrá conseguir una meta tan alta? Quien viva siempre como hijo de tan buen Padre. San Cipriano escribía que “a la paternidad de Dios debe corresponder un comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea glorificado y alabado por la buena conducta del hombre”[2].
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei