Perseverar con esperanza a veces se hace un camino cuesta arriba. Nuestra fe nos da fuerzas para no perder el rumbo. Una interesante reflexión de Luisa Restrepo
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En la carrera de la vida, las lógicas del mundo parecen triunfar. Muchas
veces ganan los violentos, los arrogantes, los arribistas, los que construyen
su éxito sobre el desprecio y la infelicidad de los demás.
En cambio, los que afrontan la vida con humildad, tratando de
evitar el mal, los que son generosos, los que no buscan hacer daño a los demás,
a veces acaban sucumbiendo.
Parece que este mundo es prisionero de una lógica perversa e
inexplicable.
Ante esta lucha, nuestra mirada muchas
veces se encoge. Nos ponemos tristes, nos abatimos. Nuestros ojos se vuelven
prisioneros de la tierra y transformamos la vida en un lamento que no puede ver
más allá.
Estamos invitados a encontrar una manera de experimentar la
presencia de Dios en medio de nosotros. Una buena forma es alzar la mirada y
ver por encima de lo que acontece.
Hacer de nuestra vida una liturgia, una presencia,
un recordatorio consciente de que las cosas no dependen de nosotros, que Otro
nos mira y nos conduce.
Las palabras de las que nos alimentamos cambian nuestras vidas. A
menudo volvemos sobre pensamientos y escenarios falsos y deprimentes.
Así como constantemente se nos invita al positivismo y a creer que
todo es posible, para los cristianos el recuerdo de ser amados por Dios es la
palabra de la que nos alimentamos.
Sabemos que no siempre es fácil sentir este amor, a veces nos
encontramos abandonados y solos. Precisamente por eso es necesario volver
continuamente a escuchar estas palabras a través de la Sagrada Escritura, de
las personas y de la realidad que nos rodea.
Nos perdemos solos, esto lo olvidamos fácilmente.
Así como el Padre cumplió la promesa de enviar al Hijo, también
nos envía al Espíritu.
Esta presencia nos hace testigos (cf. Lc 24,48). No seríamos
capaces de proclamar el amor en este mundo de dolor si no estuviéramos
sostenidos por la acción del Espíritu.
Es la tarea que Jesús encomienda a sus discípulos (cf. Hch 1,8).
¿De qué somos testigos? Pero sobre todo, ¿cómo podemos testificar? La Iglesia
nació plural. Es una comunidad que da testimonio.
Estamos llamados a hacer esto ante todo a través de las relaciones
que vivimos entre nosotros.
No podemos dar testimonio de un Dios que es comunión si la
división ruge entre nosotros; no podemos dar testimonio de un Dios que es
perdón si el rencor y la intolerancia tienen juego fácil entre nosotros; no
podemos dar testimonio de la pequeñez de Dios si nos devoramos unos a otros
hasta conquistar migajas de poder.
Por la presencia de Jesús y de su Espíritu, nuestra vida se
transforma y, a pesar de las dificultades, las tristezas, las persecuciones y
las acusaciones, se convierte en liturgia permanente de alabanza y
agradecimiento.
Luisa Restrepo
Fuente: Aleteia