10 – Mayo. Miércoles. San Juan de Ávila, presbítero y doctor de la Iglesia
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Evangelio según san Juan 15, 1-8
Yo soy la verdadera vid, y mi
Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y
a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis
limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en
vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la
vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid,
vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto
abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí
lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al
fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros,
pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con
que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.
Comentario
Comencemos por el final: “en esto
es glorificado mi Padre: en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”.
La gloria de todo un Dios,
Omnipotente, Omnisciente, Eterno, es que unas pobres criaturas den fruto. Suena
descabellado, pero lo dijo Dios mismo.
Esto es así porque Dios es Padre.
Es más: de Él procede toda paternidad (cfr. Efesios 3, 15).
No olvidemos nunca que la
paternidad de Dios no es una metáfora que utilizamos para explicar su forma de
actuar, acudiendo a una palabra humana que nos evoca ternura y protección. Es
exactamente al revés: la paternidad es una palabra divina que nosotros hemos
decidido utilizar para denominar también a nuestros progenitores.
De ese modo, entendemos que la
gloria del Padre es que demos mucho fruto: para un padre no hay mayor anhelo ni
mayor orgullo que la fecundidad de sus hijos. Verlos crecer, cumplir sus
sueños, acometer proyectos, dejar una huella. A los padres y madres se les
llena el pecho y la boca de orgullo cuando hablan de los logros de sus hijos.
Pues nuevamente hemos de decir
que eso no es más que una imagen de lo que le sucede a Dios: utilizando nuestro
pobre lenguaje humano, podemos afirmar que el Padre Eterno tiene el pecho
henchido de regocijo cada vez que piensa en nosotros. Es el labrador que se
empeña por todos los medios para ver fructificar su campo: “¿Qué más se puede
hacer por mi viña, que no haya hecho yo?” (Isaías 5, 4).
Pero dar fruto tiene una
condición ineludible: reconocer en Cristo a la vid y estar unidos a Él. Que
nuestros pensamientos, que nuestros anhelos, que nuestros miedos, que toda
nuestra vida pasen por su Corazón. Que no haya ni un acierto ni un fallo que no
pasemos por el crisol de su Amor. Que no haya en nuestra intención ni el más
mínimo atisbo de vanagloria. Que Jesús, Alfa y Omega, no solo sea el fin de
nuestras acciones, sino también el principio.
¿Cómo vivir así? La respuesta es
clara: con la intervención del Espíritu Santo. Su misión es moldear en nosotros
la imagen de Cristo, que es el Hijo Amado en quien se regocija plenamente el
Padre. Ese es el sentido de nuestra vida: que Dios Padre, al mirarnos, vea a
Jesús. Pero eso requiere saber que a todo el que da fruto, lo poda para
que dé más fruto. Ser discípulo de Cristo implica compartir su destino: en
nuestro caso, abrazando la Cruz en las modestas ocasiones que nos ofrece la
vida ordinaria.
Luis Miguel Bravo
Fuente: Opus Dei






