28 – Mayo. Domingo de Pentecostés
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Evangelio según san Juan 20,
19-23
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús
repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío
yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu
Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Comentario
Ha llegado Pentecostés: la fiesta
por excelencia del Espíritu Santo. Hoy, la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad, la Persona Divina que lleva a cabo su tarea santificadora de manera
silenciosa y discreta, irrumpe con toda la fuerza de su poder para recordarnos
que es Él el que hace la Iglesia.
La escena que nos presenta el
evangelio de san Juan no deja de ser paradójica. Nos encontramos en el
anochecer del Domingo de Resurrección. Por las narraciones de los cuatro
evangelistas, sabemos que aquel día fue frenético: idas y venidas desde el
sepulcro, personas que aseguran haber visto al Señor, los de Emaús que van
desolados y vuelven jubilosos, llantos, abrazos, estupor. Y, sobre todo,
alegría, mucha alegría. Los testimonios —La Magdalena, Pedro, Cleofás— son
suficientes para que los discípulos incrédulos al menos duden de su
incredulidad.
Y, sin embargo, a esas personas
las encontramos ahora encerradas por miedo.
La historia de la humanidad ha
cambiado para siempre: Cristo ha resucitado. No obstante, el cambio que se
había de operar en los apóstoles estaba por hacerse: todavía conservaban los
rezagos de ese temor que los hizo abandonarlo en el Calvario. Tiemblan ante la
idea de correr la misma suerte.
Así, mientras en los corazones de
los que ama se entremezclan esos sentimientos, Jesús Resucitado se aparece en
medio de ellos.
Para nuestra vida cristiana, es
muy importante que nos fijemos con atención en los gestos del Señor. En
particular, esta escena es clave para comprender cómo responde Dios frente a
nuestros miedos, que muchas veces son el obstáculo que nos impide corresponder
a su gracia.
Jesús hace cuatro cosas: les da
la paz, les pide que levanten la mirada para que contemplen sus llagas, les da
la misión, y con ella, la posibilidad de perdonar los pecados.
Es maravilloso ver cómo el Señor
responde frente al temor: con una vocación. La llamada de Dios, que incluye
siempre el sentido de misión, es en sí misma la respuesta a nuestras propias
debilidades y cobardías.
Jesús no espera que sus apóstoles
se conviertan en hombres valientes para después enviarlos. Los envía justamente
cuando están asustados: porque su paz y su fuerza no vendrán de las cualidades
humanas o de las circunstancias favorables. Vendrán del Espíritu Santo que
reciben en ese momento.
La Iglesia se hizo, se hace y se
hará por la acción del Paráclito. Nuestra tarea no es otra que dejarnos guiar
por Él. Por eso no caben ni las inhibiciones ni la vanagloria.
A partir de entonces, la vida de
los apóstoles se resumirá en proclamar por todos los sitios que Jesús es
el Señor. Pero como dice san Pablo en la segunda lectura, para poder
afirmar eso necesitamos al Espíritu Santo (1 Corintios 12, 3). No podemos dar
un solo paso en la vida espiritual, ni siquiera el más sencillo, sin la
asistencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Por eso decimos en
la secuencia previa a la proclamación del Evangelio en la Misa de hoy: Mira
el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro.
Esta Solemnidad es una ocasión
estupenda para pedir con fe una renovación de nuestra vida espiritual y para
interceder por los cristianos del mundo entero. Al convocar el Concilio
Vaticano II, Juan XXIII pedía oraciones para lo que él llamó “un nuevo
Pentecostés” en la Iglesia. Esa expresión, nuevo Pentecostés, podría
servirnos como un anhelo que diariamente marque el paso de nuestro trato con el
Espíritu Santo.
Para eso, podemos acudir a María,
protagonista indispensable de lo que celebramos hoy, para que de Ella
aprendamos a decir hágase a cada moción del Espíritu Santo. La Virgen
también se turbó frente a la presencia y el anuncio del Ángel (cfr. Lucas 1,
29). Sin embargo, no fundamentó su respuesta en la inquietud que sentía: la
fundamentó en la seguridad de que era Dios quien la llamaba.
Así se hace la Iglesia, así se
han portado los santos, y así espera el Espíritu Santo que vivamos nosotros.
Solos no podemos, pero con Él sí.
Luis Miguel Bravo Álvarez
Fuente: Opus Dei