24– Mayo. Miércoles de la VII semana de Pascua
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Evangelio según san Juan 17,
11b-19
Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura.
Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría cumplida.
Yo les he dado tu palabra, y el
mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del
mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del
maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos
en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo
los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para
que también ellos sean santificados en la verdad.
Comentario
Escuchamos hoy la continuación
del pasaje de ayer: ese momento excelso, la llamada oración sacerdotal, en
el cual Jesús abre de par en par las puertas de su Corazón y revela de un modo
inédito la unión profundísima que hay entre Él y su Padre.
Pero, aunque eso es ya de por sí
sublime, la revelación va más allá: la Trinidad quiere convocarnos, a todos sin
excepción, a participar de ese mismo amor.
Estas palabras del Señor,
recogidas en los versículos de hoy, son estremecedoras: “para que sean uno como
nosotros”. La unidad, producto de la caridad entre los apóstoles, debe ser un
reflejo del amor Trinitario.
Las consecuencias de que esto se
viva bien no son menores. Mañana leeremos la continuación de este pasaje, donde
encontramos una clave de lectura: “que ellos también sean uno en nosotros, para
que el mundo crea que Tú me has enviado” (Juan 17, 21). La unidad entre los
apóstoles es una condición para que el mundo llegue a creer en Cristo. Y no es
solamente por una cuestión de credibilidad exterior o de hacer más verosímil el
mensaje: Cristo vino a dar la vida “por los hijos de Dios que estaban
dispersos” (Juan 11, 52). Es decir, el Señor derramó su sangre para
congregarnos, para unirnos, para que no haya más divisiones.
Por eso es tan importante el amor
entre padres e hijos, esposos, hermanos, colegas, amigos. El Señor nos pide que
vivamos la caridad con todos, porque ese es el fruto sabroso de su Cruz.
Despreciar al hermano, dejarnos llevar por el orgullo en las relaciones
humanas, equivale a dejar perder lo que Cristo nos ha ganado.
Es por eso por lo que san Juan,
que nos transmite esas palabras vibrantes de Jesús en su evangelio, puede
afirmar con convicción: “El que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a
Dios a quien no ve” (1 Juan 4, 20).
No quiere decir que tengamos que tener el mismo grado de simpatía por todas las personas. Quiere decir que el Señor espera de nosotros que le permitamos iluminar cada una de nuestras relaciones y vínculos. Esa fue la experiencia de san Josemaría, que nos enseña que “amar en cristiano significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género” (Amigos de Dios, 231). Por eso, “si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón” (Camino, 316).
Luis Miguel Bravo
Fuente: Opus Dei