En la Audiencia General de este miércoles, el Papa Francisco dedicó su catequesis a la figura de Santa Teresa del Niño Jesús, patrona universal de las misiones, cuyas reliquias fueron traídas hasta la Plaza de San Pedro
El Papa Francisco en la Audiencia General del 7 de junio. Crédito: Daniel Ibáñez /ACI Prensa |
Ella “intercedía por todos,
especialmente por los que estaban más alejados de Dios”, afirmó el 7 de junio,
en su ciclo de catequesis sobre la pasión por la evangelización.
La Audiencia General concluyó con
el rezo del Padre Nuestro y la bendición apostólica.
A continuación, el texto pronunciado
por el Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
Están aquí delante de nosotros
las reliquias de Santa Teresa del Niño Jesús, patrona universal de las
misiones. Es hermoso que esto suceda mientras estamos reflexionando sobre la
pasión por la evangelización, sobre el celo apostólico. Hoy, por tanto,
dejémonos ayudar por el testimonio de Santa Teresita. Ella nació hace 150 años,
y en este aniversario tengo intención de dedicarle una carta apostólica.
Es patrona de las misiones, pero
nunca estuvo en misión. ¿Cómo se explica esto? Era una monja carmelita y su
vida estuvo bajo el signo de la pequeñez y la debilidad: ella misma se definía
como “un pequeño grano de arena”. De salud frágil, murió con tan sólo 24 años.
Pero, aunque su cuerpo estaba enfermo, su corazón era vibrante, misionero. En
su “diario” cuenta que ser misionera era su deseo y que quería serlo no sólo
por algunos años, sino durante toda la vida, es más, hasta el fin del
mundo.
Teresa fue “hermana espiritual”
de diversos misioneros: desde el monasterio los acompañaba con sus cartas, con
la oración y ofreciendo por ellos continuos sacrificios.
Sin aparecer intercedía por las
misiones, como un motor que, escondido, da a un vehículo la fuerza para ir
adelante. Sin embargo, a menudo no fue entendida por las hermanas monjas:
obtuvo de ellas “más espinas que rosas”, pero aceptó todo con amor, con
paciencia, ofreciendo junto a la enfermedad, también los juicios y las
incomprensiones. Y lo hizo con alegría, por las necesidades de la Iglesia, para
que, como decía, se esparcieran “rosas sobre todos”, especialmente sobre los
más alejados.
Ahora, me pregunto, todo este
celo, esta fuerza misionera y esta alegría para interceder ¿de dónde llegan?
Nos ayudan a entenderlo dos episodios que sucedieron antes de que Teresa
entrara en el monasterio.
El primero se refiere al día que
le cambió la vida, la Navidad de 1886, cuando Dios obró un milagro en su
corazón. A Teresa le quedaban poco para cumplir 14 años. Siendo la hija más
pequeña, en casa era mimada por todos, pero no "malcriada". Al volver
de la Misa de medianoche, el padre, muy cansado, no tenía ganas de asistir a la
apertura de los regalos de la hija y dijo: «¡Menos mal que es el último año!»,
porque a los 15 ya no se hacía. Teresa, de carácter muy sensible y propensa a
las lágrimas, se sintió mal, subió a su habitación y lloró. Pero rápido se
repuso de las lágrimas, bajó y llena de alegría, fue ella la que animó al
padre. ¿Qué había pasado?
Que, en esa noche, en la que
Jesús se había hecho débil por amor, ella se volvió fuerte de ánimo: en pocos
instantes había salido de la prisión de su egoísmo y de su lamento; empezó a
sentir que “la caridad le entraba en el corazón, con la necesidad de olvidarse
de sí misma (cfr Manuscrito A, 133-134).
Desde entonces dirigió su celo a
los otros, para que encontraran a Dios y en vez de buscar consolación para sí
se propuso «consolar a Jesús, hacerlo amar por las almas», porque –anotó
Teresa– «Jesús está enfermo de amor […] y la enfermedad del amor sólo se cura
con amor» (Carta a Marie Guérin, julio de 1890). Este es el propósito de todas
sus jornadas: «hacer amar a Jesús» (Carta a Céline, 15 de octubre de 1889),
interceder por los otros para que amen a Jesús. Escribió: «Quisiera salvar las
almas y olvidarme por ellos: quisiera salvarles también después de mi muerte» (Carta
al P. Roullan, 19 marzo 1897). En más de una ocasión dijo: «Pasaré mi cielo
haciendo el bien en la tierra». Este fue el primer episodio que le cambió la
vida a 14 años.
Su celo estaba dirigido sobre
todo a los pecadores, a los “alejados”. Lo revela el segundo episodio. Teresa
supo de un criminal condenado a muerte por crímenes horribles, Enrico Pranzini,
considerado culpable del brutal homicidio de tres personas, estaba destinado a
la guillotina, pero no quiso recibir el consuelo de la fe.
Teresa lo tomó muy en serio e
hizo todo lo que pudo: reza de todas las formas por su conversión, para que el
que, con compasión fraterna, llama «pobre desgraciado Pranzini», tenga un
pequeño signo de arrepentimiento y haga espacio a la misericordia de Dios, en
la que Teresa confía ciegamente. Tuvo lugar la ejecución.
Al día siguiente Teresa leyó en
el periódico que Pranzini, poco antes de apoyar la cabeza en el patíbulo, «se
volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y besó por tres
veces sus llagas sagradas!». La santa comenta: «Después su alma voló a recibir
la sentencia misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo
por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no
necesitan convertirse» (Manuscrito A, 135).
¡Hermanos y hermanas! Esta es la
fuerza de la intercesión movida por la caridad, este es el motor de la misión.
De hecho, los misioneros, de los que Teresa es patrona, no son sólo los que
hacen mucho camino, aprenden lenguas nuevas, hacen obras de bien y son muy
buenos anunciando; no, misionero es cualquiera que vive, donde se encuentra,
como instrumento del amor de Dios; es quien hace de todo para que, a través de
su testimonio, su oración, su intercesión, Jesús pase.
Este es el celo apostólico que,
recordemos siempre, no funciona nunca por proselitismo o por constricción,
sino por atracción: uno no se vuelve cristiano porque sea forzado por
alguien, sino porque es tocado por el amor.
La Iglesia, antes que muchos
medios, métodos y estructuras, que a veces distraen de lo esencial, necesita
corazones como el de Teresa, corazones que atraen al amor y acercan a Dios.
Pidamos a la santa -tenemos aquí sus reliquias- la gracia de superar nuestro
egoísmo y la pasión de interceder para que Jesús sea conocido y amado.
Fuente: ACI Prensa