7 – Junio. Miércoles de la IX semana del Tiempo Ordinario
Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Marcos 12,
18-27
Se le acercan unos saduceos, los cuales dicen que no hay resurrección, y le preguntan: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero no hijos, que se case con la viuda y dé descendencia a su hermano”.
Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos; el segundo se casó con la viuda y murió también sin hijos; lo mismo el tercero; y ninguno de los siete dejó hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección y resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete han estado casados con ella».
Jesús les respondió: «¿No estáis equivocados,
por no entender la Escritura ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten,
ni los hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en matrimonio, serán como
ángeles del cielo. Y a propósito de que los muertos resucitan, ¿no habéis
leído en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, lo que le dijo Dios:
“Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”? No es
Dios de muertos, sino de vivos. Estáis muy equivocados».
Comentario
Es razonable un sano preguntarse
por la vida tras la resurrección. Nos resulta tan misteriosa que el camino más
normal para explicárnosla es aplicarle algo de lo que vivimos aquí y ahora. Sin
embargo, el mismo Pablo nos recuerda: “ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el
corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman” (1Co 2,9).
El Apóstol dice haber sido arrebatado al paraíso y haber oído palabras
inefables “que al hombre no es lícito pronunciar” (2Co 12,4). Pero, ¿qué puede
entender de las cosas de Dios una persona “carnal”, esto es, una persona que no
es aún “espiritual”, que no se deja instruir por el Espíritu? (cfr. 1Co 3,1-3).
Todo lo que aquí experimentamos y
vivimos nos dice algo de la vida gloriosa. Y, sin embargo, esa novedad que nos
aguarda –“mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5)–, esa gloria, supera por
completo nuestra comprensión: “estoy convencido de que los padecimientos del
tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar
en nosotros” (Rm 8,18). ¿Qué podríamos decir sobre el “hombre perfecto, a la
medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13)? Y, sin embargo, ¡qué fácil resulta
hacer mezquino lo más grande, hablar con trivialidad de lo más excelso!
Las saduceos plantean a Jesús una
cuestión que, en su opinión, reduce a lo absurdo la creencia en la
resurrección. Para ello, se basan en la Ley mosaica (cfr. Dt 25,5-6; Gn 38,8).
Y Jesús les responde usando la misma Ley para decirles que no la han entendido
(cfr. Ex 3,6). Para quien no quiere creer, los textos no son ningún obstáculo,
porque siempre se pueden retorcer para hacerles decir lo que uno quiere,
obviando otros. El pasaje de hoy trae a la memoria estas palabras: “Pero sus
inteligencias se embotaron. En efecto, hasta el día de hoy perdura en la
lectura del Antiguo Testamento ese mismo velo, sin haberse descorrido, porque
solo en Cristo desaparece” (2Co 3,14). Mirar a Cristo, abrirse a él por la fe,
nos transforma. En Cristo vemos la sabiduría y el poder del Dios vivo y de la
vida. Sólo su Espíritu es capaz de abrir nuestro corazón y nuestro
entendimiento. ¡Qué importante es tratarle para poder abrirnos a los misterios
de Dios y vivir de ellos!
Juan Luis Caballero
Fuente: Opus Dei