4 – Junio. Domingo. Santísima Trinidad, solemnidad
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Evangelio
según san Juan 3, 16-18
Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que
cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído
en el nombre del Unigénito de Dios.
Comentario
En la
intimidad del diálogo con Nicodemo, Jesús desvela las profundidades del amor
divino. “Tanto amó Dios al mundo…”, comienza diciendo.
El mundo, el
universo entero, había salido bueno de las manos de Dios, como lo
atestigua el libro del Génesis cuando añade: “y vio Dios que era bueno” (Gn
1,10) al ponderar todo lo que iba creando día tras día. Pero ese mundo que era
bueno quedó dañado por el pecado del hombre. Sin embargo, Dios no lo abandona y
sigue manteniéndole su amor, que es más fuerte que el pecado. Un amor que llega
hasta el extremo: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito”
(v. 16).
San Cipriano,
un Padre de la Iglesia, invita a considerar, a mediados del siglo tercero, que
“muchos y grandes son los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa
de Dios Padre y de Cristo ha realizado y siempre realizará para nuestra
salvación. En efecto, para preservarnos, darnos una nueva vida y poder
redimirnos, el Padre envió al Hijo. El Hijo, que había sido enviado, quiso ser
llamado también Hijo del hombre, para hacernos hijos de Dios: se humilló, para
elevar al pueblo que antes yacía en la tierra, fue herido para curar nuestras
heridas, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad a nosotros, que éramos
esclavos. Aceptó morir, para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad”[1].
Dios Padre nos
entregó “a su Hijo Unigénito” (v. 16), dice Jesús. El Padre es dador de todo.
En primer lugar, desde la eternidad da todo a su Hijo, como el propio Jesús lo
reconoce en su oración al Padre durante la última cena: “Todo lo mío es tuyo, y
lo tuyo mío” (Jn 17,10). Padre e Hijo comparten idéntica naturaleza divina.
Pero, en el
tiempo, Dios Padre también da todo al mundo, al entregar por amor a su Hijo
Unigénito. “La palabra ‘unigénito’ remite, por un lado, - explica Benedicto
XVI- al Prólogo [del Evangelio de Juan], donde el Logos es definido
como el ‘unigénito Dios’ (Jn 1, 18). Pero, por otro, recuerda a Abraham, que no
le negó a Dios a su hijo, a su ‘único hijo’ (Gn 22,2.12). El ‘dar’ del Padre se
consuma en el amor del Hijo ‘hasta el extremo’ (Jn 13,1), esto es, hasta la
cruz”[2].
Ese don de
Dios que es su Hijo Unigénito no fue otorgado a un grupo de elegidos ni de
gentes selectas, sino que está destinado “al mundo”. Tiene, pues, una dimensión
universal. El mundo entero estaba necesitado de salvación y ha sido redimido
por Él para que “no perezca, sino que tenga vida eterna” (v. 16).
“Dios no envió
a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por
él” (v. 17). Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, “no viene a condenarnos -nos
hace considerar San Josemaría-, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra
mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz
y la alegría. Si reconocemos esta maravillosa relación del Señor con sus hijos,
se cambiarán necesariamente nuestros corazones, y nos haremos cargo de que ante
nuestros ojos se abre un panorama absolutamente nuevo, lleno de relieve, de
hondura y de luz”[3].
“Si Dios nos
ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por
nosotros a su Hijo unigénito, si nos espera -¡cada día!- como esperaba aquel
padre de la parábola a su hijo pródigo, ¿cómo no va a desear que lo tratemos
amorosamente? -comenta también San Josemaría-. Extraño sería no hablar con
Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos
toques ininterrumpidos de la gracia”[4].
[1] S. Cipriano, De opere el eleemosynis, 1 (PL 4,601-603)
[2] Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. I. Desde el Bautismo a la Transfiguración, New York: Doubleday, 2007, p. 398.
[3] S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 165.
[4] S. Josemaría, Amigos de Dios, n. 251.
Francisco Varo
Fuente: Opus
Dei