25 – Junio. XII Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 10,
26-33
No les tengáis miedo, porque nada hay encubierto, que no llegue a descubrirse; ni nada hay escondido, que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea.
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre.
Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza
tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos
gorriones. A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me
declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega
ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos.
Comentario
El capítulo décimo del evangelio
de san Mateo nos dice que Jesús, después de haber elegido a los doce Apóstoles,
los envió y les dio algunas instrucciones para su labor. Entre ellas, las que
escuchamos en el Evangelio de este domingo y que glosan la idea principal: “No
tengáis miedo”. Desde el primer momento les advierte de que en su tarea
encontrarán dificultades, persecuciones, incomprensiones… Pero la mayor amenaza
no viene de aquellos que intenten acallarlos, ni siquiera de los que atenten
contra su vida. El único peligro verdadero es aquel “que puede hacer perder
alma y cuerpo en el infierno”, el que puede conducir al pecado, a la pérdida de
la amistad con Dios.
Nos guste o no, el miedo forma
parte de la vida humana. Desde niños hemos experimentado temores que a veces
eran infundados y luego desaparecían. También en la madurez se nos presentan
miedos ante situaciones duras –dolor, incomprensión, soledad, incertidumbre,
muerte, …– que nos salen al paso y debemos afrontar y superar, contando con
nuestro esfuerzo y la ayuda de Dios.
Pero un discípulo de Cristo no
tiene por qué temer, ya que no está solo. Dios es un Padre amoroso, que, si se
ocupa hasta de los más pequeños detalles en sus criaturas, con mucha mayor
razón cuidará de sus hijos fieles. “La solución es amar. San Juan Apóstol
escribe unas palabras que a mí -decía san Josemaría- me hieren mucho: ‘qui
autem timet, non est perfectus in caritate’. Yo lo traduzco así, casi al pie de
la letra: el que tiene miedo, no sabe querer. –Luego tú, que tienes amor y
sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! –¡Adelante!”[1].
“Por consiguiente –comentaba
Benedicto XVI–, el creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las
manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra,
sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios
encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por
nuestra salvación. Cuanto más crecemos en esta intimidad con Dios, impregnada
de amor, tanto más fácilmente vencemos cualquier forma de miedo”[2].
Todavía resuena en muchos
corazones aquel grito, lleno de fe y confianza en Dios, de san Juan Pablo II en
la Misa inicial de su pontificado: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de
par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de
los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la
cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce
lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce! Con frecuencia el hombre
actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón.
Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se
siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues,
–os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza– permitid que Cristo
hable al hombre. ¡Sólo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!”[3].
El Apóstol es valiente, atrevido.
Tiene la virtud de la audacia que le empuja a afrontar tareas que están en el
límite de sus posibilidades o parece que lo superan. Pero cuando se trata de
tareas divinas, la audacia no es temeridad, porque “no estamos solos, Él
obrará” (cf. 1 Ts 5,24). San Josemaría lo señalaría con claridad en un punto
de Camino: “¡Dios y audacia! –La audacia no es imprudencia. –La
audacia no es osadía”[4].
[2] Benedicto XVI, Ángelus 22 de junio de 2008
[3] San Juan Pablo II, Homilía en el comienzo de su Pontificado. 22 de octubre de 1978, n. 5.
[4] Camino, 401.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei