9 – Julio. XIV Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 11,
25-30
En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.
Tomad mi
yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y
mi carga ligera».
Comentario
Jesús hace una oración en voz
alta, y el evangelista menciona cuáles fueron las palabras concretas con las
que se dirigió a Dios: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a
los pequeños” (Mt 11,25-27). Lo llama Padre y se alegra de su predilección por
los más pequeños, y de que a ellos les revela las cosas más profundas. En
efecto, Dios se complace en los niños ya que, como recuerda el Papa Francisco,
“los niños son en sí mismos una riqueza para la humanidad y también para la
Iglesia, porque nos remiten constantemente a la condición necesaria para entrar
en el reino de Dios: la de no considerarnos autosuficientes, sino necesitados
de ayuda, amor y perdón. Y todos necesitamos ayuda, amor y perdón”[1].
San Josemaría experimentó esa
predilección divina que, cuando quiere, ilumina los corazones de quienes lo
buscan con sencillez, para que penetren en la intimidad divina y capten lo que
implica el ser hijos de Dios. Una experiencia singular que tuvo lugar un día
concreto, el 16 de octubre de 1931. Años después rememoraba lo que vivió aquel
día, viendo cumplidas en sí mismo las palabras de Jesús que recoge Mateo: “Os
podría decir hasta cuándo, hasta el momento, hasta dónde fue aquella primera
oración de hijo de Dios. Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde
niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos…,
en la calle y en un tranvía -una hora, hora y media, no lo sé-; Abba, Pater!,
tenía que gritar. Hay en el Evangelio unas palabras maravillosas; todas lo son:
‘nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo lo quisiera revelar’
(Mt 11,27). Aquel día, aquel día quiso de una manera explícita, clara,
terminante, que, conmigo, vosotros os sintáis siempre hijos de Dios, de este
Padre que está en los cielos y que nos dará lo que pidamos en nombre de su
Hijo”[2].
Jesús nos ha dado ejemplo de esa
humildad y sencillez que admira en los niños. Así lo señalaba san Josemaría
mientras meditaba este pasaje del evangelio: “Jesucristo, Señor Nuestro, con
mucha frecuencia nos propone en su predicación el ejemplo de su humildad:
‘aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón? Para que tú y yo sepamos
que no hay otro camino, que sólo el conocimiento sincero de nuestra nada
encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia. Por nosotros,
Jesús vino a padecer hambre y a alimentar, vino a sentir sed y a dar de beber,
vino a vestirse de nuestra mortalidad y a vestir de inmortalidad, vino pobre
para hacer ricos”[3].
En la escena del evangelio que
estamos considerando, Jesús, después de manifestar su gozo por la predilección
de Dios por los que son sencillos, como los niños, añade algo muy consolador:
“Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28).
Ahora bien, pone una condición para proporcionar el descanso: “Llevad mi yugo
sobre vosotros” (Mt 11,29). “¿En qué consiste este ‘yugo’, que en lugar de
pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia –se preguntaba Benedicto XVI-? El
‘yugo’ de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus
discípulos. El verdadero remedio para las heridas de la humanidad –sea las
materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y morales,
causadas por un falso bienestar– es una regla de vida basada en el amor
fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario
abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para ganar
posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a toda costa”[4].
[2] San Josemaría, En diálogo con el Señor, Rezar con más urgencia (Meditación del 24-XII-1969), n. 3.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, 97.
[4] Benedicto XVI, Ángelus, 3 julio de 2011
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei






