2 – Julio. XIII Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 10,
37-42
El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo.
El que dé a beber, aunque no
sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi
discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».
Comentario
El evangelio según san Mateo
contiene cinco grandes discursos de Jesús, como una alusión a los cinco rollos
de la Ley de Moisés o Pentateuco. El segundo de estos discursos suele llamarse
el Discurso de la Misión, porque contiene una serie de instrucciones del
Maestro para aquellos que envió a las ciudades y aldeas a anunciar la inminente
llegada del Reino de Dios. Al igual que el domingo pasado, la liturgia recoge
hoy un fragmento de dicho discurso.
“Quien ama a su padre o a su
madre más que a mí, no es digno de mí…” (v. 37). Las palabras de Jesús tienen
un tono muy exigente y demandan de los discípulos decisiones firmes y
generosas. Muy a propósito, Jesús contrasta su seguimiento y la evangelización
con aquellas dimensiones de la persona más esenciales e importantes, como son
la familia y la propia vida.
El Papa Francisco explicaba esta
prioridad así: “El afecto de un padre, la ternura de una madre, la dulce
amistad entre hermanos y hermanas, todo esto, aun siendo muy bueno y legítimo,
no puede ser antepuesto a Cristo. No porque Él nos quiera sin corazón y sin
gratitud, al contrario, es más, sino porque la condición del discípulo exige
una relación prioritaria con el maestro”[1]. Jesús no
promueve el rechazo o desprecio a los seres queridos, sino que ilustra el valor
radical y primordial que tiene el amor a Dios y la búsqueda del bien de las
almas, que es la mejor forma de amar a los demás.
“Quien no toma su cruz y me
sigue…” (v. 38). Sorprende que Jesús hable ya a los apóstoles de la cruz,
cuando acaba de elegirlos al inicio de su ministerio en Galilea. No sabemos qué
entenderían ellos de estas palabras, pronunciadas mucho antes de la pasión. En
cualquier caso, significan que el discípulo puede identificarse con el Maestro;
no solo porque es enviado a anunciar el evangelio como Él, sino también porque
puede sacrificarse por los demás, como hizo Jesús en la cruz.
La idea de la cruz produce cierto
miedo natural y podría retraernos de seguir más de cerca al Señor. Pero es un
miedo que se vence si conocemos bien el sentido de la cruz para cada uno. San
Gregorio Magno lo aclaraba así: “nosotros podemos cargar con la cruz de dos
maneras: o bien dominando nuestra carne por medio de la sobriedad o bien
haciendo nuestras por compasión las necesidades del prójimo”[2].
Cargar con la cruz cada día suele
significar para la mayoría de los cristianos aprender a dominar las propias pasiones
y gustos, sobre todo para hacer la vida más amable y grata a los demás. San
Josemaría comentaba: “los verdaderos obstáculos que te separan de Cristo —la
soberbia, la sensualidad…—, se superan con oración y penitencia. Y rezar y
mortificarse es también ocuparse de los demás y olvidarse de sí mismo. Si vives
así, verás cómo la mayor parte de los contratiempos que tienes, desaparecen”[3].
Por otro lado, Jesús no solo
habla de renuncia. También se refiere a la recompensa que obtenemos cuando le
seguimos de cerca y cuando cuidamos a sus discípulos. Como decía también san
Josemaría, “darse a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una
humildad llena de alegría”[4]. El discípulo
de Jesús que se entrega generosamente está contento. Y suele experimentar que,
quienes se benefician de su labor, lo reciben con cariño y aprecio. Incluso el
pequeño gesto de ofrecer un vaso de agua al discípulo es realizado como si se
le ofreciera a su propio Maestro. Y por eso mismo, tampoco los gestos de cariño
hacia los servidores del Maestro dejarán de ser recompensados por Dios.
[2] San Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 57.
[3] San Josemaría, Vía Crucis, estación X, n. 4.
[4] San Josemaría, Forja, 591.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei