En la Audiencia General de este miércoles, el Papa Francisco predicó sobre el anuncio en la lengua materna y dedicó su catequesis a la figura de San Juan Diego, mensajero de la Virgen de Guadalupe
![]() |
| Imagen referencial. Papa Francisco en el Aula Pablo VI. Foto: Vatican Media |
Continuó así con su ciclo de
catequesis sobre la "pasión por la evangelización y el celo
apostólico del creyente".
“Detengámonos entonces en el
testimonio de San Juan Diego", un indígena del pueblo: "Sobre él se
detiene la mirada de Dios, que ama realizar prodigios a través de los
pequeños”, afirmó el Pontífice ante los fieles y peregrinos reunidos en el aula
Pablo VI.
La Audiencia General concluyó con el
rezo del Padre Nuestro y la bendición apostólica.
A continuación, el texto completo del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
En nuestro camino de
redescubrimiento de la pasión por el anuncio del Evangelio, por ver cómo este
celo apostólico, cómo esta pasión por anunciar el Evangelio se ha desarrollado
a lo largo de la historia de la Iglesia, en nuestro recorrido hoy dirigimos
nuestra mirada hacia las Américas. Aquí, la evangelización tiene una fuente
siempre viva: Guadalupe. Los mexicanos están contentos. Cierto, el Evangelio ya
había llegado antes de esas apariciones, pero lamentablemente también había
estado acompañado por intereses mundanos.
Detengámonos
entonces en el testimonio de San Juan Diego, que es el mensajero, el hombre, el
indígena que recibió la revelación de la Virgen de Guadalupe. Era una persona
humilde, un indígena del pueblo: sobre él se detiene la mirada de Dios, que ama
realizar prodigios a través de los pequeños. Juan Diego abrazó la fe siendo ya
adulto y casado. En diciembre de 1531 tenía aproximadamente 55 años. Mientras
estaba en camino, vio en una colina a la Madre de Dios, que tiernamente le
llamó "mi querido hijo Juanito" (Nican Mopohua, 23). Luego lo
envió al Obispo para pedirle que construyera un templo justo allí, donde ella
había aparecido. Juan Diego, siendo simple y disponible, fue con la generosidad
de su corazón puro, pero tuvo que esperar mucho tiempo. Finalmente habló con el
Obispo, pero no le creyeron. ¡Cuántas veces los obispos! (mueve la cabeza). Se
encontró nuevamente con la Virgen, quien lo consoló y le pidió que lo intentara
de nuevo. El indígena regresó al Obispo y, con gran esfuerzo, lo encontró, pero
después de escucharlo, lo despidió y envió hombres para que lo siguieran. Aquí
está el esfuerzo, la prueba del anuncio: a pesar del celo, surgen imprevistos,
a veces incluso desde la propia Iglesia. Para anunciar, en realidad, no basta
con testimoniar lo bueno, es necesario saber soportar lo malo. El cristiano
hace el bien, pero aguanta el mal, todo junto. La vida es así. Incluso hoy, en
muchos lugares, se requieren constancia y paciencia para inculturar el
Evangelio y evangelizar las culturas; no hay que temer los conflictos ni
desanimarse. Pienso en un país donde los cristianos son perseguidos porque son
cristianos, y no pueden vivir su religión en paz. Juan Diego, desanimado, le
pidió a la Virgen que lo dispensara y que encomendara a alguien más respetado y
capaz que él, pero se le instó a perseverar. Siempre existe el riesgo de una
cierta renuncia en el anuncio: cuando algo no va bien, uno se retrae, se
desanima y se refugia tal vez en sus propias certezas, en pequeños grupos y en
algunas devociones intimistas. En cambio, la Virgen, mientras nos consuela, nos
impulsa a seguir adelante y, de esta manera, nos hace crecer, como una buena
madre que, mientras sigue los pasos de su hijo, lo lanza a los desafíos del
mundo.
Juan Diego,
así animado, regresa al Obispo, quien le pide una señal. La Virgen se lo
promete y lo consuela con estas palabras: "No se turbe tu rostro ni tu
corazón: [...] ¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre?" (ibíd.,
118-119). Es hermoso esto. La Virgen tantas veces cuando estamos en la
desolación, en la tristeza, en la dificultad, nos lo dice también a nosotros,
en el corazón. "No se turbe tu rostro ni tu corazón: [...] ¿Acaso no estoy
yo aquí, que soy tu madre?". Siempre cercana, para consolarnos y darnos
fuerzas para seguir adelante. Luego le pide que suba a la árida cima de la
colina a recoger flores. A pesar de ser invierno, Juan Diego encuentra flores
hermosas, las coloca en su manto y las ofrece a la Madre de Dios, quien le pide
que las lleve al Obispo como prueba. Él va, espera pacientemente su turno y
finalmente, ante el Obispo, abre su tilma, que es lo que usaban los indígenas
para cubrirse, mostrando las flores y he aquí: en la tela del manto aparece la
imagen de la Virgen, esa extraordinaria y viva que conocemos, en cuyos ojos
todavía están impresos los protagonistas de aquel entonces. Ahí está la
sorpresa de Dios: cuando hay disposición y obediencia, Él puede hacer algo
inesperado, en momentos y formas que no podemos prever. Y así se construye el
santuario pedido por la Virgen y hoy se puede visitar.
Juan Diego lo deja todo y, con el permiso del Obispo, dedica su vida al
santuario. Él recibe a los peregrinos y los evangeliza. Eso es lo que ocurre en
los santuarios marianos, destinos de peregrinación y lugares de anuncio, donde
cada uno se siente en casa. Es la casa de la madre, es el hogar de la madre, y
experimenta la nostalgia del hogar, la nostalgia del Cielo. Ahí, la fe se
recibe de manera simple y genuina, popular, y la Virgen, como le dijo a Juan
Diego, escucha nuestras lágrimas y alivia nuestras penas (cf. ibíd.,
32). Aprendemos esto: cuando hay dificultades en la vida acudamos a la madre,
cuando la vida es feliz, también acudamos a la madre para
compartirlo. Necesitamos dirigirnos a estos oasis de consuelo y
misericordia, donde la fe se expresa en la lengua materna; donde depositamos
las fatigas de la vida en los brazos de la Virgen y volvemos a vivir con paz en
el corazón. Quizás con la paz de los niños. ¡Gracias!
Por Papa
Francisco
Fuente: ACI Prensa






