La experta María Álvarez de las Asturias, del Instituto Coincidir, te da algunos consejos para reencauzar los sentimientos provocados por quien nos hirió quizá sin ser consciente de ello
![]() |
| Pexels |
Para ser personas necesitamos
entrar en relación con los demás; aprendemos quiénes somos por la mirada de los
que nos rodean, también aprendemos que somos valiosos: nos hacemos conscientes
de nuestra amabilidad.
En este proceso de saber quién
eres, con el que vas haciéndote consciente de tu identidad, puede darse una
dificultad si las personas más cercanas no te miran de esta forma amorosa, no
te transmiten que eres valiosa, digna de ser amada por ti misma.
Esta carencia te provocará
inseguridad: creerás que no eres valiosa, porque no has experimentado que los
demás te consideren así.
Todos tenemos heridas, en mayor o menor medida
Aunque hayamos vivido en un
ambiente de amor, alguna vez hemos vivido situaciones que habríamos preferido
que no ocurrieran o que fueran de otra manera.
Incluso si nuestros padres nos
han querido de verdad, cada uno tenemos necesidad de ser amados de una forma y
los demás no siempre aciertan.
Esto puede comprobarse con los
hermanos: las mismas situaciones, unos las han podido vivir con alegría y otros
con tristeza o temor. Depende de las circunstancias de cada uno y del momento
que esté viviendo.
Si llegas a tener un encuentro
con el Señor, te darás cuenta de lo valiosa y amada que eres. También a través
de encuentros con distintas personas que te hagan ver lo que tal vez tus
figuras de referencia no supieron ver o no pudieron transmitirte.
Por ejemplo, tal vez tus padres
te han querido mucho y te han considerado siempre un tesoro. Pero por carácter,
forma de ser, dificultades emocionales o psicológicas, no han sabido
transmitírtelo de una forma que pudieras entender y hacerte consciente de tu
valor.
¿Cómo superar esto?
Esas heridas o carencias
producidas en las relaciones con quienes no pretendían hacernos daño, se pueden
sanar.
Aunque es cierto que,
probablemente, te producirán sentimientos de distintos tipos hacia las personas
que te han tratado de una forma que habrías preferido que fuera diferente:
Reproche: «no estabas ahí
cuando te necesité»
Enfado: «no me valoraste
esto que hice»
Bajón: «siento que no te he
importado»
No es difícil experimentar esos
sentimientos que nos lleven a la culpabilidad: podemos entender racionalmente
que no tenían intención de hacernos daño, pero esa comprensión racional no
elimina el sentimiento de dolor.
¿Qué hacemos con los
sentimientos?
No hay que sentirse culpable ante
esos sentimientos, que son normales. Aquí lo importante es qué hacemos con
ellos.
Podemos instalarnos en la queja:
mi padre me ignoraba; mi madre no fue cariñosa; mi abuela me decía siempre lo
que hacía mal y no lo que hacía bien…
O podemos cambiar la manera en la
que lo vivimos, hacernos dueños de nuestras emociones en lugar de dejar que
ellas guíen nuestra vida.
Sanar lo que ha sido difícil en
nuestras relaciones pasa por descubrir las emociones negativas que nos
producen, expresarlas (no taparlas) y llegar a perdonar.
Por ejemplo: me hago consciente
de que siento rencor hacia mi abuela y, cuando siento esta emoción, no intento
pensar que eso está mal, que a las abuelas hay que quererlas mucho, sino que me
fijo en lo que estoy sintiendo.
Busco el origen de ese rencor: me
regañaba injustamente. Y ahora puedo quedarme ahí, pues claro, siento rencor
porque se portó mal conmigo; pero así no saldré de ese rencor.
Por otro lado, puedo decidir
afrontar esa emoción y perdonar: si pienso en las circunstancias de la vida de
mi abuela probablemente encontraré razones que me ayuden a ver que su
comportamiento venía de sus propias heridas, de su personalidad…
Entender la historia del otro
Entender que los que nos rodean
hicieron lo que pudieron o supieron es parte del proceso de madurar. Perdonar
sus errores o aquello que nos hizo daño es liberador.
Ese perdón puede darse sin
expresarlo abiertamente: «He visto la vida de mi abuela, su deseo de que
pudiéramos tener una vida mejor que la suya, que se quedó viuda tan pronto.
Tuvo que ser muy difícil para ella esa soledad, sacar adelante a sus hijos, el
cansancio, desgaste… ahora entiendo mejor que fuera tan áspera».
Y, desde el fondo del corazón, le
perdono lo que me hizo daño. De esta manera, ya no será el rencor la emoción
predominante en mi relación con mi abuela: al salir del bucle del rencor, me
abro a nuevas emociones en esa relación.
Es posible que haya momentos en
los que el dolor y el reproche vuelvan; pero no será el único sentimiento que
experimentaré hacia ella. Y eso es liberador.
No podemos cambiar lo que hemos
vivido; pero sí la respuesta ante esas situaciones. Y, cuando te haces dueño de
tus reacciones, eres libre.
María Álvarez de las Asturias
Fuente: Aleteia






