El Mediterráneo, lo sabemos, es cuna de civilización, y una cuna es para la vida. No es tolerable que se convierta en tumba, y tampoco en lugar de conflicto
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| El Papa Francisco saluda a los fieles presentes en la Audiencia General | Crédito: Daniel Ibáñez/ACI Prensa |
Como es habitual al regresar de
un viaje apostólico, el Papa Francisco dedicó su catequesis de la Audiencia
General de este miércoles a reflexionar sobre su visita a Marsella, donde
estuvo desde el viernes 22 hasta el sábado 23 de septiembre.
A continuación, la catequesis del
Santo Padre:
¡Queridos hermanos y
hermanas!
A finales de la semana pasada fui
a Marsella para participar en la conclusión de los Rencontres
Méditerranéennes, que han involucrado a obispos y alcaldes de la zona
mediterránea, junto con numerosos jóvenes, para que la mirada se abriera
al futuro. En efecto, el evento de Marsella se titulaba “Mosaico de
esperanza”. Este es el sueño, este es el desafío: que el Mediterráneo recupere
su vocación de ser laboratorio de civilización y de paz.
El Mediterráneo, lo sabemos, es
cuna de civilización, y una cuna es para la vida. No es tolerable que
se convierta en tumba, y tampoco en lugar de conflicto. No. El Mar
Mediterráneo es lo más opuesto que hay al enfrentamiento entre
civilizaciones, a la guerra, a la trata de seres humanos. Es exactamente
lo contrario: el Mediterráneo comunica África, Asia y Europa; el norte y
el sur, oriente y occidente; las personas y las culturas, los pueblos y
las lenguas, las filosofías y las religiones.
Cierto, el mar siempre es de
alguna manera un abismo que superar, e incluso puede llegar a ser peligroso.
Pero sus aguas custodian tesoros de vida, sus olas y sus vientos llevan
embarcaciones de todo tipo. En resumen: es lugar de encuentro y no de
enfrentamiento, de vida y no de muerte.
Desde su costa oriental, hace dos
mil años, partió el Evangelio de Jesucristo, para anunciar a todos los
pueblos que somos hijos del único Padre que está en los cielos, y que estamos
llamados a vivir como hermanos y hermanas; que el amor de Dios es más
grande que nuestros egoísmos y que nuestros cierres y, con la ayuda de su
misericordia, es posible una convivencia humana justa y pacífica.
Naturalmente, esto no sucede por
arte de magia y no se logra de una vez por todas. Es el fruto de un camino
en el que toda generación está llamada a recorrer un tramo, leyendo los signos
de los tiempos en los que vive.
El encuentro de Marsella viene
después de otros similares que tuvieron lugar en Bari en 2020 y
en Florencia el año pasado. No ha sido un evento aislado, sino el paso
adelante de un itinerario, que tuvo sus inicios en los “Coloquios
Mediterráneos” organizados por el alcalde Giorgio La Pira, en Florencia,
a finales de los años 50 del siglo pasado. Un paso adelante para
responder, hoy, al llamamiento lanzado por San Pablo VI en su
encíclica Populorum progressio, a promover “un mundo más humano para
todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los
unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros” (n. 44).
Del evento de Marsella, ¿qué ha
salido? Ha salido una mirada al Mediterráneo que definiría simplemente
como humana, no ideológica, no estratégica, no políticamente correcta ni
instrumental, no, humana, es decir capaz de referirlo todo al valor primario de
la persona humana y de su inviolable dignidad. Y al mismo tiempo salió una
mirada de esperanza. Esto siempre es sorprendente: cuando escuchas
testimonios que han atravesado situaciones inhumanas o que las han compartido,
y precisamente de ellos recibes una “profesión de esperanza”. Y también una
mirada de fraternidad.
Hermanos y hermanas, esta
esperanza y fraternidad no debe “volatizarse”, no, al contrario, debe organizarse,
concretizarse en acciones a largo, mediano y corto plazo. Para que las
personas, en plena dignidad, puedan elegir emigrar o no emigrar. El
Mediterráneo debe ser un mensaje de esperanza.
Pero hay otro aspecto
complementario: es necesario volver a dar esperanza a nuestras
sociedades europeas, especialmente a las nuevas generaciones. De hecho,
¿cómo podemos acoger a los otros, si no tenemos nosotros antes un horizonte
abierto al futuro? Los jóvenes pobres de esperanza, cerrados en
lo privado, preocupados por gestionar su precariedad, ¿cómo pueden abrirse
al encuentro y al compartir? Nuestras sociedades enfermas de
individualismo, de consumismo y de vacías evasiones necesitan abrirse, oxigenar
el alma y el espíritu, y entonces podrán leer la crisis como oportunidad y
afrontarla de forma positiva.
Europa necesita volver a
encontrar pasión y entusiasmo, y en Marsella puedo decir que los he
encontrado: en su pastor, el Cardenal Aveline, en los sacerdotes y en los
consagrados, en los fieles laicos comprometidos en la caridad, en la
educación, en el pueblo de Dios que ha demostrado gran calor en la Misa en
el Estadio Vélodrome. Doy las gracias a todos ellos y al presidente de la
República, que con su presencia ha testimoniado la atención de toda
Francia en el evento de Marsella.
Pueda la Virgen, que los
marselleses veneran como Notre Dame de la Garde, acompañar el camino de
los pueblos del Mediterráneo, para que esta región se convierta en lo que
desde siempre ha estado llamada a ser: un mosaico de civilización y de
esperanza.
Por Papa Francisco
Fuente: ACI Prensa






