Este domingo 29 de octubre el Papa Francisco celebró en la Basílica de San Pedro la Misa de clausura de la primera sesión del Sínodo de la Sinodalidad, cuya segunda sesión se llevará a cabo en octubre de 2024
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| El Papa Francisco durante la Misa de clausura de la primera sesión del Sínodo de la Sinodalidad. | Crédito: Daniel Ibáñez (ACI). |
A continuación la homilía
pronunciada por el Santo Padre:
Un doctor de la Ley se presenta a
Jesús con un pretexto, sólo para ponerlo a prueba. Sin embargo, su pregunta es
importante y tan actual, que a veces se abre camino en nuestro corazón y en la
vida de la Iglesia: «¿Cuál es el mandamiento más grande?» (Mt 22,36). También
nosotros, sumergidos en el río vivo de la Tradición, nos preguntamos: ¿Qué es
lo más importante? ¿Cuál es la fuerza motriz? ¿Qué es lo más valioso, hasta el
punto de ser el principio rector de todo? La respuesta de Jesús es clara:
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu
espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es
semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37-39).
Hermanos cardenales, hermanos
obispos y sacerdotes, religiosas y religiosos, hermanas y hermanos, al
finalizar este tramo de camino que hemos recorrido, es importante contemplar el
“principio y fundamento” del que todo comienza y vuelve a comenzar: amar a Dios
con toda la vida y amar al prójimo como a nosotros mismos. No nuestras
estrategias, no los cálculos humanos, no las modas del mundo, sino amar a Dios
y al prójimo; ese es el centro de todo. Pero, ¿cómo traducir ese impulso de
amor? Les propongo dos verbos, dos movimientos del corazón sobre los que
quisiera reflexionar: adorar y servir.
El primer verbo es adorar. Amar
es adorar. La adoración es la primera respuesta que podemos ofrecer al amor
gratuito y sorprendente de Dios. Porque estando ahí, dóciles ante Él, es cuando
lo reconocemos como Señor, lo ponemos en el centro y redescubrimos la maravilla
de ser amados por Él. El asombro de la adoración es esencial en la Iglesia.
Adorar, de hecho, significa reconocer en la fe que sólo Dios es el Señor y que
de la ternura de su amor dependen nuestras vidas, el camino de la Iglesia, los
destinos de la historia. Él es el sentido de la vida, el fundamento de nuestra
alegría, la razón de nuestra esperanza, el garante de nuestra libertad.
Sí, adorándolo a Él redescubrimos
que somos libres. Por eso el amor al Señor en la Escritura con frecuencia está
asociado a la lucha contra toda idolatría. Quien adora a Dios rechaza a los
ídolos porque Dios libera, mientras que los ídolos esclavizan, nos engañan y
nunca realizan aquello que prometen, porque son «obra de las manos de los
hombres. Tienen boca, pero no hablan, tienen ojos, pero no ven» (Sal 115,4-5).
Como afirmaba el Cardenal Martini, la Escritura es severa contra la idolatría
porque los ídolos son obra del hombre, y son manipulados por él; en cambio,
Dios es siempre el Viviente, «que no es en absoluto como yo lo pienso, que no
depende de cuanto espero de él, que puede, por consiguiente, alterar mis
expectativas, precisamente porque está vivo. La confirmación de que no siempre
tenemos la idea justa de Dios es que a veces nos decepcionamos: me esperaba
esto, me imaginaba que Dios se comportaría así, pero me he equivocado. De esta
manera volvemos a recorrer el sendero de la idolatría, pretendiendo que el
Señor actúe según la imagen que nos hemos hecho de él» (cf. El jardín interior.
Un camino para creyentes y no creyentes, Sal Terrae 2015, 71). Es un riesgo que
podemos correr siempre: pensar que podemos “controlar a Dios”, encerrando su
amor en nuestros esquemas; en cambio, su obrar es siempre impredecible, y por
eso requiere asombro y adoración.
Debemos luchar siempre contra las
idolatrías; las mundanas, que a menudo proceden de la vanagloria personal —como
el ansia de éxito, la autoafirmación a toda costa, la avidez del dinero, la
seducción del carrerismo—, pero también las idolatrías disfrazadas de
espiritualidad: mis ideas religiosas, mis habilidades pastorales. Estemos
vigilantes, no vaya a ser que nos pongamos nosotros mismos en el centro, en
lugar de poner a Dios. Y ahora volvamos a la adoración. Que sea central para
nosotros como pastores; dediquémosle cada día tiempo a la intimidad con Jesús
buen Pastor ante el sagrario. Que la Iglesia sea adoradora; que se adore al
Señor en cada diócesis, en cada parroquia, en cada comunidad. Porque sólo así
nos dirigiremos a Jesús y no a nosotros mismos; porque sólo a través del
silencio adorador la Palabra de Dios habitará en nuestras palabras; porque sólo
ante Él seremos purificados, transformados y renovados por el fuego de su
Espíritu. Hermanos y hermanas, ¡adoremos al Señor Jesús!
El segundo verbo es servir. Amar
es servir. En el gran mandamiento, Cristo une a Dios y al prójimo para que no
estén nunca separados. No existe una experiencia religiosa auténtica que
permanezca sorda al clamor del mundo. No hay amor de Dios sin compromiso por el
cuidado del prójimo, de otro modo se corre el riesgo del fariseísmo. Carlo
Carretto, un testigo de nuestro tiempo, decía que el peligro, para nosotros
creyentes, es caer en «una ambigüedad farisaica, que nos ve […] replegados
sobre nuestro egoísmo y con la mente llena de ideas hermosas para reformar la
Iglesia» (Cartas del desierto, Madrid 1974, 68-69). Quizás tengamos realmente
muchas ideas hermosas para reformar la Iglesia, pero recordemos: adorar a Dios
y amar a los hermanos con su mismo amor, esta es la mayor e incesante reforma.
Ser Iglesia adoradora e Iglesia del servicio, que lava los pies a la humanidad
herida, que acompaña el camino de los frágiles, los débiles y los descartados,
que sale con ternura al encuentro de los más pobres. Dios lo ha ordenado en la
primera Lectura, pidiendo que se respete a los últimos: al extranjero, a la
viuda y al huérfano (cf. Ex 22,20-23). El amor con el que Dios liberó a los
israelitas de la esclavitud, cuando eran extranjeros, es el mismo amor que nos
pide que prodiguemos a los extranjeros de todo tiempo y lugar, a cuantos son
oprimidos y explotados.
Hermanos y hermanas, pienso en
los que son víctimas de las atrocidades de la guerra; en los sufrimientos de
los migrantes; en el dolor escondido de quienes se encuentran solos y en
condiciones de pobreza; en quienes están aplastados por el peso de la vida; en
quienes no tienen más lágrimas, en quienes no tienen voz. Y pienso en cuántas
veces, detrás de hermosas palabras y persuasivas promesas, se fomentan formas
de explotación o no se hace nada para impedirlas. Es un pecado grave explotar a
los más débiles, un pecado grave que corroe la fraternidad y devasta la
sociedad. Nosotros, discípulos de Jesús, queremos llevar al mundo otro
fermento, el del Evangelio. Dios en el centro y junto a Él aquellos que Él
prefiere, los pobres y los débiles.
Esta es la Iglesia que estamos
llamados a soñar: una Iglesia servidora de todos, servidora de los últimos. Una
Iglesia que no exige nunca un expediente de “buena conducta”, sino que acoge,
sirve, ama. Una Iglesia con las puertas abiertas que sea puerto de
misericordia. Como dijo san Juan Crisóstomo: «El hombre misericordioso es un
puerto para quien está en necesidad: el puerto acoge y libera del peligro a
todos los náufragos; sean ellos malvados, buenos, o sean como sean […], el
puerto los protege dentro de su bahía. Por tanto, también tú, cuando veas en
tierra a un hombre que ha sufrido el naufragio de la pobreza, no juzgues, no
pidas cuentas de su conducta, sino libéralo de la desgracia» (Discursos sobre
el pobre Lázaro, II, 5).
Queridos hermanos y hermanas, se
concluye la Asamblea sinodal. En esta “conversación del Espíritu” hemos podido
experimentar la tierna presencia del Señor y descubrir la belleza de la
fraternidad. Nos hemos escuchado mutuamente y, sobre todo, en la rica variedad
de nuestras historias y nuestras sensibilidades, nos hemos puesto a la escucha
del Espíritu. Hoy no vemos el fruto completo de este proceso, pero con amplitud
de miras podemos contemplar el horizonte que se abre ante nosotros. El Señor
nos guiará y nos ayudará a ser una Iglesia más sinodal y misionera, que adora a
Dios y sirve a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo, saliendo a llevar
la reconfortante alegría del Evangelio a todos.
Hermanos cardenales, hermanos
obispos y sacerdotes, religiosas y religiosos, hermanas y hermanos, por todo
esto les digo gracias. Gracias por el camino que hemos hecho juntos, por la
escucha y por el diálogo. Y al agradecerles quisiera expresarles un deseo para
todos nosotros: que podamos crecer en la adoración a Dios y en el servicio al
prójimo. Que el Señor nos acompañe. Y adelante, ¡con alegría!
Por Papa Francisco
Fuente: ACI Prensa






