Estoy convencido de que el primer belén, que llevó a cabo una gran obra de evangelización, puede ser también hoy ocasión de suscitar asombro y admiración
Portada del libro: El Belén del Papa Francisco |
Un volumen será publicado por Romana Editorial en España y Editorial Santa
María en Argentina, en coedición con la Libreria Editrice Vaticana que recoge
una serie de textos, reflexiones, discursos y homilías que el Papa ha dedicado
a la obra de la Natividad. He aquí el texto íntegro de la introducción firmada
por el Papa.
FRANCISCO
Dos veces he deseado ir a visitar Greccio. La primera para conocer el lugar
donde San Francisco de Asís inventó el pesebre, algo que también marcó mi
infancia: en casa de mis padres, en Buenos Aires, nunca faltaba este signo de
la Navidad, incluso antes que el árbol.
La segunda vez volví con gusto a aquel lugar, hoy en la provincia de Rieti,
para firmar la Carta Apostólica Admirabile signum sobre el sentido y el
significado del belén en la actualidad. En ambas ocasiones sentí una emoción
especial que emanaba de la gruta donde se puede admirar un fresco medieval que
representa la noche de Belén y la noche de Greccio, colocadas por el artista
como en paralelo.
La emoción de esa visión me impulsa a profundizar en el misterio cristiano
que ama esconderse en lo infinitamente pequeño. En efecto, la encarnación de
Jesucristo sigue siendo el corazón de la revelación de Dios, aunque se olvide
fácilmente que su despliegue es tan discreto que pasa desapercibido.
En efecto, la pequeñez es el camino para encontrar a Dios. En un epitafio
conmemorativo de San Ignacio de Loyola encontramos escrito: "Non coerceri
a maximo, sed contineri a minimo, divinum est". Es divino tener ideales
que no estén limitados por nada de lo que existe, sino ideales que al mismo
tiempo estén contenidos y vividos en las cosas más pequeñas de la vida. En
resumen, no hay que asustarse de las cosas grandes, hay que avanzar y estar
atento a las cosas más pequeñas.
Por eso, salvaguardar el espíritu del pesebre se convierte en una sana
inmersión en la presencia de Dios que se manifiesta en las pequeñas cosas
cotidianas, a veces banales y repetitivas. Saber renunciar a lo que seduce,
pero lleva por mal camino, para comprender y elegir los caminos de Dios, es la
tarea que nos espera. En este sentido, el discernimiento es un gran don, y
nunca hay que cansarse de pedirlo en la oración. Los pastores del pesebre son
los que acogen la sorpresa de Dios y viven su encuentro con Él con asombro,
adorándolo: en su pequeñez reconocen el rostro de Dios. Humanamente todos
estamos inclinados a buscar la grandeza, pero es un don saber encontrarla de
verdad: saber encontrar la grandeza en esa pequeñez que Dios tanto ama.
En enero de 2016, me encontré con los jóvenes de Rieti en el oasis del Niño
Jesús, justo encima del santuario del pesebre. A ellos, y a todos hoy, les
recordé que en la noche de Navidad hay dos signos que nos guían para reconocer
a Jesús. Uno es el cielo lleno de estrellas. Hay muchas, infinitas, de esas
estrellas, pero entre todas destaca una estrella especial, la que llevó a los
Magos a dejar sus casas y emprender un viaje, un camino que no sabían adónde
los llevaría. Lo mismo ocurre en nuestras vidas: en un momento dado, alguna
"estrella" especial nos invita a tomar una decisión, a hacer una
elección, a emprender un camino. Debemos pedir con fuerza a Dios que nos
muestre esa estrella que nos empuja hacia algo más que nuestras costumbres,
porque esa estrella nos llevará a contemplar a Jesús, ese niño que nace en
Belén y que quiere nuestra felicidad plena.
En esa noche santificada por el nacimiento del Salvador encontramos otro
signo poderoso: la pequeñez de Dios. Los ángeles señalan a los pastores un niño
nacido en un pesebre. No es un signo de poder, autosuficiencia o soberbia. No.
El Dios eterno se aniquila en un ser humano indefenso, manso y humilde. Dios se
abajó para que pudiéramos caminar con Él y para poder colocarse a nuestro lado,
no por encima y lejos nuestro.
Asombro y maravilla son los dos sentimientos que conmueven a todos,
pequeños y grandes, ante el belén, que es como un Evangelio vivo que desborda
de las páginas de la Sagrada Escritura. No importa cómo esté montado el belén,
puede ser siempre el mismo o cambiar cada año; lo que importa es que hable a la
vida.
El primer biógrafo de san Francisco, Tomás de Celano, describe la noche de
Navidad de 1223, cuyo octavo centenario celebramos este año. Cuando Francisco
llegó, encontró el pesebre con el heno, el buey y el asno. La gente que se
había congregado allí manifestó una alegría indecible, nunca antes
experimentada, ante la escena de la Navidad. A continuación, el sacerdote
celebró solemnemente la Eucaristía en el pesebre, mostrando el vínculo entre la
Encarnación del Hijo de Dios y la Eucaristía. En aquella ocasión, no había
estatuillas en Greccio: el belén lo hacían y lo vivían los presentes.
Estoy convencido de que el primer belén, que llevó a cabo una gran obra de
evangelización, puede ser también hoy ocasión de suscitar asombro y admiración.
Así, lo que san Francisco comenzó con la sencillez de aquel signo persiste
hasta nuestros días, como forma genuina de la belleza de nuestra fe.
Ciudad del Vaticano, 27 de septiembre de 2023
Romana
Editorial
Editorial
Santa Maria
*Traducción no oficial
Vatican News