Jesús, con todo
el poder que tiene como Dios, nos manda el Espíritu Santo, para que tome
posesión de nuestros corazones
Cuando
hablamos del Espíritu Santo en nuestros mensajes parece que se anima el
Programa. Ese día estamos pensando en Dios más que nunca. Y esto a lo mejor es
lo que nos va a pasar hoy...
Un himno de la Liturgia se dirige al Espíritu Santo y le dice: Eres el regalo grande del Dios altísimo. Tan grande, que Dios echó el resto con el Espíritu Santo y se quedó sin nada más que darnos.
Parece mentira cómo hace Dios las cosas. Todas las hace en grande, como Dios que es. En Él no cabe hacer nada pequeño. Y así es cómo se nos ha dado Dios desde el principio. Ha ido escalonando las cosas que daba, y al fin se ha quedado sin nada más.
Un himno de la Liturgia se dirige al Espíritu Santo y le dice: Eres el regalo grande del Dios altísimo. Tan grande, que Dios echó el resto con el Espíritu Santo y se quedó sin nada más que darnos.
Parece mentira cómo hace Dios las cosas. Todas las hace en grande, como Dios que es. En Él no cabe hacer nada pequeño. Y así es cómo se nos ha dado Dios desde el principio. Ha ido escalonando las cosas que daba, y al fin se ha quedado sin nada más.
¿Y el Cielo?, preguntarán algunos. Sí, Dios a estas
horas nos ha dado ya también el Cielo. Porque incluso el Cielo ya lo llevamos
dentro. Lo único que falta es que se rompa el velo de la carne mortal para que
podamos disfrutar en gloria lo que ya poseemos en gracia.
Las
Tres Divinas Personas se nos han dado las tres, cada una a su manera, y se han
dado del todo en forma asombrosa. Aunque, cuando se nos daba una Persona, se
nos daban las otras por igual, cada una según es en el seno de la Santísima
Trinidad.
El
primero que se nos dio fue el Padre con la creación. Toda la obra inmensa que
contemplan nuestros ojos salió de sus manos amorosas y la puso en las manos
nuestras para que la disfrutemos a placer. Nos creó en inocencia y nos dio su
gracia, de modo que desde el principio éramos hijos suyos.
Se
nos daba después el Hijo en la obra de la Redención. Cuando cometimos la culpa
y perdimos la gracia, Dios manda su Hijo al mundo para que nos salve, y ya
sabemos cómo se nos dio Jesús. Desde la cuna de Belén y desde Nazaret hasta el
Calvario, y a través de todos los caminos de Galilea, ¡hay que ver cómo se
entregaba Jesús! Y cuando había de marchar de este mundo, se las ingenió para
irse y quedarse a la vez. Porque, si no, ¿qué otra cosa es la Eucaristía?... Y,
ya en el Cielo, nos va a hacer junto con el Padre el regalo de los regalos.
Finalmente,
le tocaba el turno al Espíritu Santo.
Sentado
a la derecha del Padre, Jesús, con todo el poder que tiene como Dios, nos manda
el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, para que tome
posesión de nuestros corazones, derrame en nosotros el Amor increado de Dios,
nos llene de su santidad, nos colme con todos sus dones, produzca en nosotros
todos los frutos del Cielo, y sea la prenda de nuestra vida eterna.
Así
Dios, el Dios Uno en las Tres divinas Personas de la Santísima Trinidad, siendo
infinitamente rico, se queda sin nada más que darnos...
El
Espíritu Santo es el resto, el colmo, el regalo grande del Dios altísimo, que
ya no puede inventar nada mayor para poderlo regalar.
Son
muchas las personas que en nuestros días, volviendo a la devoción que la
Iglesia de los primeros siglos tuvo al Espíritu Santo, nos han dado una
verdadera lección de felicidad. ¡Hay que ver cómo disfrutan del Espíritu Santo
en sus asambleas! Parecen tener la feliz enfermedad de un Felipe de Neri, el
Santo más simpático que llenó la Roma del siglo dieciséis.
Se
preparaba para celebrar la fiesta de Pentecostés, porque era muy devoto del
Espíritu Santo, cuando se sintió de repente abrasado por un fuego devorador.
-
¡Que no puedo más! ¡Que no puedo más!...
Los
que le rodeaban empezaron a buscar agua fría, le aplicaban al pecho paños
mojados, y nada... El corazón palpitaba como un tambor. Hasta las costillas se
levantaban como para estallar.
Felipe
no podía aguantar el gozo inexplicable que le invadía:
-
¡Basta! ¡Que no puedo con tanta felicidad!...
Aquel
fenómeno místico no se lo explicaba nadie, porque aquel calor le duraba como
duraban las llagas a San Francisco de Asís o al Padre Pío...
Llegaba
el invierno y tenía que descubrirse la ropa del pecho para que el calor del
amor no se sintiera tan intenso. Y como nadie sabía de qué procedía, el Santo,
como hacía con todas sus cosas, lo tomaba a risa delante de los demás. Caminaba
así descubierto en pleno invierno por las calles de Roma, por mucho frío que
hiciese, y se les reía a los jóvenes:
-
¡Vamos! A vuestra edad, ¿y no aguantáis el poco frío que hace?
Los
médicos, que tampoco entendían nada, le daban medicinas equivocadas y no
conseguían nada tampoco. Ni disminuían las palpitaciones, ni se arreglaban las
costillas. El Santo seguía riéndose:
-
Pido a Dios que estos médicos puedan entender mi enfermedad...
Pues,
bien. Eso que ni los jóvenes ni los médicos entendían, es lo que hace en
nosotros el Espíritu Santo que se nos ha dado. Así estalla su amor en el
corazón. Dios lo quiso manifestar externamente en Felipe Neri para que nosotros
entendiéramos la realidad mística y profunda que llevamos dentro.
El
Espíritu Santo es el Huésped de nuestras almas y el que santifica nuestros
cuerpos. El Espíritu Santo es el que ilustra nuestras mentes para que
entendamos la verdad y penetremos en las intimidades de Dios. El Espíritu Santo
es quien nos empuja hacia Dios con la oración que suscita en nosotros.
El
Espíritu Santo, don grandísimo de Dios, lo último que le quedaba a Dios... Eso,
eso es lo que Dios nos ha dado...
Por
Pedro García, Misionero Claretiano
Fuente:
Catholic.net