Reflexiones sobre el
concepto de secta y respuesta a algunas acusaciones dirigidas a grupos
católicos
Desde hace algún tiempo, en
los medios de comunicación social se habla de "sectas
intra-eclesiales" o de "sectas intra-católicas". Se quiere así
criticar una serie de movimientos y comunidades que han surgido en los últimos
decenios. Antes, a muchos de estos nuevos grupos se les solía tachar de
"conservadores" o "fundamentalistas"; ahora se los trata de
aislar como "sectas intra-eclesiales".
Nos quieren alertar contra
ellos como contra las sectas clásicas o las así llamadas "religiones de
los jóvenes", que constituyen un peligro para la salud psíquica de las
personas y las tratan de modo inhumano. Muchos fieles saben que siempre ha
habido, y hay también hoy, sectas que se separan del cristianismo. Pero a
muchos cristianos les resulta sorprendente que existan sectas también dentro de
la Iglesia, aunque esos grupos hayan obtenido el reconocimiento y la aprobación
de la Iglesia.
El concepto de secta
El concepto de secta surge
en el ámbito religioso-eclesial, pero recientemente se ha ampliado también a
una dimensión político-social. Por eso, está perdiendo su precisión científica
y su carácter inequívoco. En el lenguaje común se usa cada vez más como un
eslogan para señalar a ciertos grupos que se considera peligrosos, porque
transgreden valores fundamentales de la sociedad democrática liberal.
Por lo general hoy se
suelen considerar como signos distintivos de una secta: la formación de grupos
selectos que se apartan del ambiente social y con frecuencia se oponen a él; y
la creación de formas alternativas de vida que a menudo llevan a extremos
lejanos a la realidad y a exageraciones malsanas.
Como características
internas de una secta, además del intento de conservar una meta o un ídolo
espiritual opuesto a lo convencional, se suelen citar: el rechazo de valores
fundamentales hoy, como la libertad personal y la tolerancia, así como una
búsqueda, a veces militante, de las actitudes opuestas, un estilo de vida
totalitario; la supresión de la conciencia de los miembros; la exclusión de los
que están fuera del grupo; y cierta tendencia a controlar la sociedad o algunos
de sus sectores. A un grupo, en el que se manifiestan algunas de estas
características, se le suele llamar secta.
En el lenguaje religioso,
que es el más adecuado (y, por ello, el más preciso) para tratar el problema,
una secta es un grupo que se ha separado de las grandes Iglesias, de las
Iglesias populares. A menudo las sectas conservan algunos valores, ideas
religiosas o formas de vida de las comunidades eclesiales fundamentales, pero
los absolutizan, aíslan y realizan en una vida comunitaria rígidamente separada
de la unidad originaria y orientada a la conservación y la protección de sí misma.
He aquí algunos signos
distintivos, vinculados con estos datos fundamentales: ideas religiosas
desequilibradas (por ejemplo, la inminencia del fin del mundo); el rechazo de
toda comunicación espiritual con personas que piensen de otra manera; un entusiasmo
exagerado al presentar y realizar la propia visión; un fuerte proselitismo y un
convencimiento exagerado de su misión con respecto a un mundo al que se
desprecia; un absolutismo de la salvación que limita la posibilidad de
alcanzarla a un número determinado de personas que pertenecen a dicho grupo.
En la teología católica una
secta se caracteriza sobre todo por el abandono de la verdad bíblico-apostólica
común y de los contenidos centrales de la fe. Por eso, a juicio de la Iglesia,
la secta siempre está vinculada con la herejía y el cisma.
No se necesita haber estudiado teología para reconocer la contradicción fundamental que implica el eslogan: "sectas intra-eclesiales". La presunta existencia de sectas dentro de la Iglesia conlleva indirectamente también un reproche al Papa y a los obispos, que tiene la responsabilidad de examinar las asociaciones eclesiales para ver si su doctrina y sus actividades van de acuerdo con la fe de la Iglesia. Por eso, el hecho de que la autoridad de la Iglesia no reconozca a una asociación forma parte esencial de la determinación teológico-eclesial de la misma como secta.
Las sectas se encuentran
fuera de la Iglesia (y también fuera de los compromisos ecuménicos). Las sectas
se hallan aisladas y, por su auto-comprensión, no quieren verse sometidas a
examen por parte de la autoridad eclesiástica.
Por el contrario, las
comunidades eclesiales reconocidas se mantienen en contacto continuo con los
responsables en la Iglesia. Sus estatutos y su estilo de vida son examinados.
Por ello, no es justo que ciertas instituciones, personas o medios de
comunicación tachen de sectas a comunidades reconocidas por la Iglesia, o
incluso que llamen "prácticas sectarias" al estilo de vida que sigue
los tres consejos evangélicos.
Según la legislación de la
Iglesia, los fieles tienen derecho a fundar asociaciones.
Corresponde a los obispos y
a la Santa Sede el deber de examinar las nuevas comunidades y los nuevos
movimientos -con lenguaje paulino, se habla también de nuevos carismas- y, si
es el caso, reconocer su autenticidad.
La autoridad eclesiástica
debe promover y sostener lo que el Espíritu suscita en la Iglesia. También debe
intervenir y corregir, si se producen errores o desviaciones en la doctrina o
en la praxis. Aquí radica la gran diferencia con una secta, la cual no tiene y
no reconoce una autoridad exterior, mientras que los grupos eclesiales se
someten consciente y libremente a la autoridad de la Iglesia, siempre
dispuestos a aceptar las correcciones que pueda hacerles. Y esta verdad se
puede confirmar con numerosos ejemplos concretos.
Libero Gerosa resume los
criterios esenciales de los carismas auténticos de la siguiente manera:
"Los carismas son gracias especiales que el Espíritu distribuye libremente
entre los fieles de todo tipo y con los que los capacita y dispone para asumir
varias obras y funciones, útiles para la renovación de la Iglesia y para el
desarrollo de su construcción.
Algunos de estos carismas
son extraordinarios, otros, por el contrario, sencillos y mucho más difundidos,
pero el juicio sobre su autenticidad corresponde, sin ninguna excepción, a los
que presiden en la Iglesia, a los que compete no extinguir los carismas
auténticos".
En todo caso, nadie debería
dejarse turbar por el hecho de que los medios de comunicación presenten como
"sectas intra-eclesiales" a algunas comunidades aprobadas por la
Iglesia. Si hubiera dudas o preguntas, siempre existe la posibilidad de
informarse con mayor detalle en los organismos competentes de la Iglesia.
El concepto de
"fundamentalismo"
La palabra fundamentalismo
se refiere originariamente a un movimiento religioso-ideológico que surgió en
Estados Unidos antes de la primera guerra mundial. Hacia una interpretación
estrictamente literal de la Biblia (sobre todo de los relatos de la creación) y
se convirtió en un movimiento colectivo conservador protestante.
Los aspectos típicos del
fundamentalismo actual, en su país de origen, son: el rechazo de toda visión
histórico-critica de los textos bíblicos; la orientación casi mítica hacia un
pasado idealizado, el rechazo de toda valoración positiva del desarrollo
moderno; un moralismo penetrante y crítico sobre todo de los excesos de la
sociedad de consumo, a veces también ciertas tendencias políticas de extrema
derecha y afirmaciones críticas sobre la democracia.
En la filosofía y
sociología modernas ese fundamentalismo americano, como expresión de la
American civil religión, es valorado críticamente, pero, a pesar de todo, se le
considera un fenómeno serio frente a las aporías del liberalismo extremo.
Distinto de este significado es el concepto, elaborado sólo en la década de
1980 en Europa, de un fundamentalismo religioso, expresión bastante confusa e
imprecisa.
Dicho concepto abarca
fenómenos tan diferentes como el extremismo fanático musulmán que, en el caso
de una desviación de la religión, es también favorable a la aplicación de la
pena de muerte y, por otra parte, el compromiso de cristianos católicos de
conservar la fe tradicional de la Iglesia.
La sospecha de
fundamentalismo afecta, sin distinción tanto a algunas asociaciones eclesiales,
que desde el inicio han acatado los principios fundamentales de la Iglesia y
son fieles al concilio Vaticano II, como a los seguidores de monseñor Marcel
Lefebvre.
En el fondo, el concepto de
fundamentalismo se utiliza a menudo como eslogan para atacar a alguien, más que
como expresión para describir un fenómeno espiritual claramente determinado. En
este contexto, se habla a veces también de dogmatismo, de integrismo, de
tradicionalismo, de sospecha con respecto a personas que piensan y viven de
forma diversa, o del miedo ante la propia decisión.
Lo que la crítica pretende
con relación al fundamentalismo es rechazar una actitud de la fe caracterizada
por el miedo y la incertidumbre, que no admite ningún desarrollo del dogma y de
la comprensión de la verdad, se atiene firmemente a formas y fórmulas rígidas,
y no se atreve a exponerse a la praxis de la vida que cambia. Esta forma de
crítica es objetiva.
Con todo, algunos críticos
tienden a considerar fundamentalistas a todos los grupos o movimientos que, a
pesar de los múltiples cambios actuales, se mantienen firmes en profesar la
existencia de verdades permanentes y de valores que obligan, y que no se
apartan "de la plenitud, de la forma estructurada y de la belleza del
mundo de la fe católica". Esos críticos deberían preguntarse si no corren
ellos mismos, a veces, el peligro de caer en un relativismo con respecto a los
valores y a la verdad, sosteniendo al mismo tiempo cierta pretensión de absoluto,
al querer decidir por sí mismos cuáles son los fundamentos de la realidad
actual de la vida y de la fe.
En su nuevo libro "La
sal de la tierra", el cardenal Ratzinger responde a la pregunta sobre el
significado y el peligro del fundamentalismo moderno de modo muy preciso:
"Un elemento común a
todas esas corrientes, que nosotros llamamos fundamentalistas, es su afán por
encontrar una fe segura y sencilla. Esto, en sí mismo, no es malo, todo lo
contrario, porque la fe -como tantas veces se nos repite en el Nuevo
Testamento- se dirige a los sencillos, a los pequeños, a los que no son capaces
de captar complicadas sutilezas académicas.
Si en nuestra vida actual
pesa tanto la falta de seguridad, las dudas, y la ausencia de fe en la verdad
conocida, desde luego no vivimos de acuerdo con el modelo de vida que la Biblia
nos propone. Pero ese deseo de seguridad y sencillez, del que hablábamos, puede
ser peligroso y acabar en un puro fanatismo y en estrechez de miras. Cuando las
razones de la fe son dudosas, también se falsea la fe. Y entonces se convierte
en una idea partidista, que ya nada tiene que ver con el dirigirse
confiadamente a un Dios vivo causa de nuestra vida. Entonces se producen formas
patológicas de religiosidad, como, por ejemplo, esas búsquedas de apariciones,
con mensajes del más allá, y otras cosas por el estilo.
Los teólogos, en vez de
referirse con superficialidad a los fundamentalismos cada vez más extendidos,
deberían detenerse a reflexionar sobre qué parte de culpa puedan tener ellos de
que tantas personas huyan hacia otras formas de religiosidad más estricta y a
veces, incluso, perjudiciales para el hombre. Si continuamos cuestionándolo
todo, sin dar las respuestas positivas de la fe, no podremos evitar una gran
huida.
Por: Cardenal Christoph
Schönborn. O.P., Arzobispo de Viena
Fuente: Catholic.net